Hay quienes vienen al mundo a hacerlo un lugar mejor, más amable. Son seres excepcionales, casi ángeles, decía San Agustín, porque lo común y lo más fácil es lo contrario, esparcir el mal, dañar a los demás si se puede y contribuir, en algunos casos de manera muy exitosa, a volverlo todo muchísimo peor y más ruin, que ya es mucho decir. Hay quienes hacen de su vida un acto de bondad, hay quienes logran lo contrario.
Mauricio Gómez Escobar, que murió el viernes pasado en Bogotá, era por supuesto de los primeros, y todos los homenajes que se le han rendido por estos días, con justicia, reflejan la impronta que su corazón dejó en el de todos los que lo conocimos y quisimos y iramos, porque era imposible no hacerlo. Yo le decía siempre, y él se reía, que hasta los hampones a los que denunciaba en sus magistrales informes televisivos terminaban adorándolo.
Había algo en él como de místico, la serenidad de un sabio de verdad que hace mucho descubrió el secreto de todo, el revés de la trama, las trampas ilusorias y vanas de la fama y de la gloria. En un país en el que tantos periodistas se han vuelto más importantes que las noticias y han cobrado un protagonismo excesivo, Mauricio fue un ejemplo de rigor y discreción, seriedad, amor por el oficio, sencillez, lucidez y decoro.
Muchas veces lo vi en una redacción de un noticiero compartiendo con los demás, en especial los más jóvenes, su conocimiento y su experiencia, su devoción por la belleza y la perfección de las cosas. Lo hacía con tal delicadeza y tal autoridad, con tal respeto, que las suyas más que lecciones de periodismo eran lecciones de humanidad, en el mejor sentido de la palabra, y todos los que se beneficiaron de sus luces y consejos no me dejarán mentir.
Lo hacía con tal delicadeza y tal autoridad, con tal respeto, que las suyas más que lecciones de periodismo eran lecciones de humanidad, en el mejor sentido de la palabra.
Estudió derecho sin saberse cómo, pero se pasó los cinco años de la carrera leyendo libros felices que nada tenían que ver con el comodato, el inciso y la prueba. Rayuela, de Julio Cortazar, lo salvó para siempre del Código de Procedimiento Civil. Lo cierto es que Mauricio era un esteta, y en eso fue un digno heredero de su padre: un artista que buscaba en lo que hacía la belleza y la libertad; un artista cuya obra maestra, no me cabe duda, fue su propia vida.
Fue un gran director de teatro y un magnífico pintor y escultor y uno de los periodistas más completos y talentosos de su generación, aunque odiaba los elogios y sé que me habría pedido quitar este párrafo. Lo sé bien porque en el 2015 tuve el honor de escribir el prólogo para su libro de crónicas, y cuando lo vi publicado descubrí que Mauricio le había quitado todas mis palabras de iración sin límites. Así era de discreto, así era de grande.
El día de su muerte me pasó algo increíble, algo que no tiene explicación: estaba hablando por teléfono con una amiga en común que lo quiso tanto como yo y de repente se disparó una canción en mi Spotify y empezó a sonar mientras seguía la llamada, tanto que yo pensé que era mi amiga la que la estaba poniendo a todo volumen en su casa. Era Eclipse, de Pink Floyd, una de las canciones favoritas de Mauricio, la oímos sin parar el día en que nos conocimos.
Luego descubrí que esa canción estaba sonando pero en mi teléfono; su letra sublime: “Todo lo que amas, todo lo que creas, todo lo que fue y que será está en sintonía con el sol, pero al sol lo eclipsa la luna…”. ¿Fue un azar que esa canción irrumpiera y sonara así? Por supuesto que no, era Mauricio despidiéndose, justo en la víspera del eclipse total de luna. Lo pienso y recuerdo un verso de Luis Alberto de Cuenca: “Me duele el corazón bajo los párpados”.
Alguien me dijo después: “En el cielo están de fiesta por tenerlo allí”. Es cierto, y estoy seguro de que también hará de él un lugar mucho mejor.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN