El último mes ha sido, sin duda alguna, el más extraño en la vida de los habitantes del mundo entero. Desde la Segunda Guerra Mundial el planeta Tierra no sufría una calamidad de estas dimensiones por su gravedad, costos y universalidad.
Somos hoy protagonistas de una crisis de la humanidad, con todo lo que ello significa en términos de incertidumbre sobre nuestro futuro. En un mundo hiperconectado, conocemos en tiempo real, con imágenes en vivo, la muerte de un niño en Maine (Estados Unidos) por el coronavirus, el triunfo de un anciano de 104 años sobre el virus en Italia o el contagio del primer ministro británico en Londres. Nada parecido había sucedido antes.
El prestigioso escritor israelí Yuval Noah Harari señaló hace pocos días la importancia de contar con una ciudadanía empoderada para evitar que una consecuencia no deseada del virus sea el surgimiento de regímenes autoritarios y el debilitamiento de las democracias liberales. Por eso, comprendiendo que en estos momentos es importante rodear a las autoridades nacionales y territoriales en sus decisiones, no se puede dejar de hacer observaciones con el fin de que cada día mejoren su desempeño en el manejo de la crisis. Y uno de los puntos débiles es el de la salud pública y el tratamiento a nuestro personal médico. No es calificándolos pomposamente de “héroes” o aplaudiéndolos en las noches como se reconoce eficazmente el sacrificio de su tarea.
Hay que recordar, entonces, que desde los primeros días de enero comenzamos a conocer aquí del coronavirus en la China y desde finales del año pasado dejó su cargo el exministro Juan Pablo Uribe. Pero, por razones políticas, su sucesor solo se posesionó a mediados de febrero, pocos días antes de que llegara el virus a Colombia. Con la interinidad en la cartera de Salud fallaron la planeación y la previsión de las autoridades sanitarias. La mayor prueba es que hasta el día de hoy no se cuenta con los reactivos necesarios para poder hacer suficientes tests y mucho menos se contemplaron oportunamente las inversiones para adecuar los hospitales públicos.
De otra parte, la situación de médicos, enfermeras y auxiliares es dramática. En muchos hospitales y clínicas del país aún les adeudan varios meses de sus precarios salarios; dentro de los decretos expedidos por la emergencia económica, el primero debió ser el reconocimiento de primas especiales por sus servicios; no cuentan nuestros “héroes” siquiera con los equipos biomédicos de protección adecuados y las ARL se niegan a reconocer el contagio del virus como parte de su riesgo laboral.
Por las noticias vemos al propio personal de salud elaborando sus elementos de protección, y son numerosos y dolorosos los casos de discriminación a trabajadores de la salud en conjuntos residenciales, transporte público y supermercados.
En fin, ya es hora de que como sociedad, más allá del Gobierno y sus decisiones, superemos los aplausos. Exijamos, como ciudadanos, que a esos miles de colombianos que todos los días se levantan dispuestos a sacrificar su vida por las nuestras les demos el trato que se merecen. Esta pandemia nos deja muchas lecciones: la principal de ellas es la necesidad de darle al Estado un papel más activo en la prevención de la enfermedad y la prestación de servicios asistenciales.
Definitivamente fue una equivocación someter el sistema de salud a las reglas del mercado. Quienes así lo diseñaron no han asumido todavía su responsabilidad histórica y política. Los aplausos son un valioso gesto ciudadano para reconocer el sacrificio de los trabajadores de la salud, pero no son suficientes. Se requiere pensar desde ya en un nuevo sistema de salud para la etapa poscoronavirus.
JUAN FERNANDO CRISTO