Los actuales son tiempos de actos de gobierno y no de discursos políticos. No es fácil, entonces, el escenario para el presidente del Congreso, el senador Lidio García, en esta época de pandemia. Cada decisión que adopta sobre el funcionamiento del Poder Legislativo causa reacciones diversas y, a pesar de sus esfuerzos, ha sido imposible generar consenso entre los partidos, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto, sobre el papel que debe jugar el Parlamento en esta crisis.
Algunos incluso piensan que no debería jugar ninguno. Y este no es un debate menor. Se trata, ni más ni menos, de evitar que en nombre del coronavirus se pretenda entronizar el autoritarismo, debilitar la democracia representativa y desaparecer los controles al ya fuerte presidencialismo colombiano.
Las decisiones adoptadas para sesionar virtualmente en su momento fueron prudentes, prácticas y convenientes. Pero no se puede olvidar su carácter excepcional y transitorio. Se debe evitar que se conviertan en norma general y permanente. La definición que se encuentra de la palabra ‘virtual’ es: “opuesto a lo real” “aparente”. Además, la esencia de los parlamentos es la controversia directa, el debate de las ideas, la deliberación conjunta, que desaparece por Zoom.
Si un Congreso con más del 80 por ciento de rechazo de la opinión, con populistas propuestas para su disminución e incluso su cierre, decide no convocarse en el recinto del Capitolio, renunciaría al ejercicio pleno de sus facultades, esenciales para nuestra democracia. Literalmente se suicidaría, y crecerían en los próximos meses las voces de quienes equivocadamente consideran que se puede prescindir del Poder Legislativo.
Se agudizaría de esta manera el gobierno corporativista que tenemos hoy en Colombia. Todos los días el Presidente adopta decisiones junto con los gremios económicos, sin los partidos políticos que hoy no existen para la ciudadanía. Esta crisis desnudó su debilidad e intrascendencia. Las políticas de gobierno entonces no se discuten con quienes supuestamente representan el interés general, sino con los gremios, que más allá de sus respetables voceros representan y defienden un interés particular y sectorial. Para eso existen, y esa es su tarea.
Corremos entonces el riesgo de que ante el entusiasmo de la virtualidad, las nuevas tecnologías y aplicaciones, a partir de esta semana algunos pretendan tramitar y votar iniciativas constitucionales y legales de trascendencia sin mayor debate. El Congreso perdería totalmente su razón de ser ante la ciudadanía. El sueño ideal para quienes añoran el autoritarismo y la concentración del poder. Por ello es importante que desde esta semana su presidente comience a preparar un regreso gradual y cuidadoso al trabajo presencial y se ejerza cuanto antes el necesario control del alud de decretos extraordinarios expedidos por el Gobierno con ocasión de la emergencia económica y social. Así se hace ya en los congresos de las más importantes democracias, como Estados Unidos, Francia, España, por citar solo algunas.
Nadie entiende que se puedan aplicar unos estrictos protocolos con el fin de que un millón de obreros de la construcción y el sector manufacturero salgan a trabajar en Bogotá, y no se pueda construir un protocolo que permita que los congresistas se reúnan en la capital, en condiciones de seguridad para su salud. La comisión más grande del Congreso tiene 35 integrantes. Es decir, si no asisten asesores, sino los 3 o 4 funcionarios istrativos esenciales para su funcionamiento, ninguna sesión de comisión debería superar los 40 asistentes. En el caso de las plenarias se puede convocar a los voceros de los partidos, y que los demás, eso sí, se conecten virtualmente.
Que los obreros de Usme, Ciudad Bolívar, Bosa y Soacha salgan a trabajar y los congresistas se queden en casa envía dos mensajes complicados a los ciudadanos: que unos son necesarios para el país y los otros no, o que no nos importa la muerte de unos obreros pero sí nos duele la de algún parlamentario. Cualquiera de las dos conclusiones es terrible para el país y nuestras instituciones.
Juan Fernando Cristo