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El monarquismo contagioso

Amenazar la independencia de poderes nos pone en peligro a todos.

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Andar juntándose en Europa con quienes no gobiernan sino que reinan trae sus vainas. Al final, resultó perdida la batalla épica que el señor Presidente en representación de las luchas populares estaba librando contra el frac opresor, que simboliza estertores monárquicos, élites y tiranías habiéndole contrapuesto en la cena de gala de sus reales majestades una democrática corbata de encendido rojo gaitanista al disfraz de pingüino cortesano, reservado solo para aquella casta de privilegiados que asisten a cenas de gala.
Sin helicópteros en el radar, evoqué entonces el remoto recuerdo de aquella Francia de campaña, que en lenguaje casi poético reivindicaba los derechos de los nadies y las nadies. Uno de los nadies del ayer, pensé, entre reyes y reinas, príncipes y princesas, demostrando cómo la vestimenta no puede ser un vehículo de exclusiones, discriminaciones y estigmatizaciones. A la hora de concurrir a los fastuosos salones del rey es menester llevar la dignidad intacta, esa misma que vale más que cualquier código de vestuario.
Y me vino a la memoria la gesta libertadora. Y pensé en el Libertador Simón Bolívar, el héroe inspirador que no habría aceptado inclinar la cabeza, y mucho menos aceptar la imposición de vestir con las prendas del imperio como prerrequisito para concurrir a una cena.
Y alcancé a imaginar, fantasías mías, que en algún momento de la cena Jhenifer Mojica, nuestra nueva y elocuente ministra de Agricultura del gobierno del cambio, entraría al recinto con flamantes ruanas cundiboyacenses para que se las pusieran sus eminencias reales en señal de arrepentimiento por los daños causados a las comunidades indígenas y por habernos impuesto un sistema feudal de despojadores y acaparadores de tierras que nos martiriza hasta nuestros días.
Pero no. Lo que al parecer no sabíamos era que estaba incompleto el esquema de vacunación contra el contagioso y peligroso síndrome del monarquismo contemporáneo que ha afectado tanto a reconocidos amigos y aliados del señor Presidente. Me refiero, para citar dos ejemplos, a Nicolás Maduro, o a Daniel Ortega. En efecto, la complejidad de los síntomas condujo a que la ciencia médico-política se tardara en identificar esta particular desviación del sistema de defensas democráticas que se manifiesta en una catarata de populismos montada en una montaña rusa de contradicciones del comportamiento de gobernantes del socialismo del siglo XXI.
Cuando parece que sus vidas fueran, cómo no, un homenaje a los valores democráticos, empiezan a aparecer comportamientos que los convierten en tiranos tercermundistas que en nombre de la defensa de sus pueblos los oprimen, los someten, los empobrecen, crean nuevas élites corruptas, imponen esquemas nepotistas y anulan la división de poderes, así como los pesos y contrapesos de las repúblicas independientes, causando estragos profundos en el bienestar colectivo y la equidad.
No creo que Gustavo Petro haya llegado a ese punto. No creo que esa sea la situación de Colombia. No creo que Colombia sea Venezuela ni Nicaragua. Pero sí creo que recibimos un campanazo preocupante con la reiteración presidencial acerca de su errada comprensión del rol de jefe de Estado.
Que sea jefe de Estado no convierte al Fiscal en su subalterno, ni a los magistrados, ni a los de la Rama Judicial ni a los congresistas. Tal como se desprende del comunicado firme y preciso de la Corte –al cual el propio Gustavo Petro se refirió con cautela–, el hecho de que sea jefe de Estado no le permite desconocer la vigencia del principio de la separación de poderes, que es tan importante como el voto popular para elegir presidente o la configuración como Estado social de derecho.
Por eso era necesaria la oportuna y contundente reacción colectiva para defender la separación de poderes y para dejar bien claro que el respeto ciudadano por la autoridad presidencial debe estar siempre acompañado del acatamiento presidencial a las normas constitucionales que deben leerse todas en armonía y no una por una, aisladas y separadas a conveniencia del intérprete de turno. Suena el primer timbre de alarma, pero todavía estamos a tiempo.
JUAN LOZANO

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