Cuando analizamos las necesidades actuales de la agenda social del país, por momentos es fácil sentirse sobrellevados por la complejidad de los problemas que nos rodean. Actualmente, los temas de salud, pensiones, trabajo y educación ocupan buena parte de la atención de quienes están en la política, tanto de aquellos que ejercen el poder como de quienes están en la oposición.
No obstante, en medio de este laberinto de desafíos a los que nos enfrentamos, hay dos asuntos subyacentes en esta agenda social a los que no se les ha puesto la atención que se merecen: el hambre y la salud mental. Aunque frecuentemente se habla de ellos, no se ha definido una estrategia clara para abordarlos ni se les ha asignado una persona o entidad responsable.
De acuerdo con Abaco, actualmente en Colombia hay 19,1 millones de personas con insuficiencia alimentaria, y 22 millones adoptan estrategias de afrontamiento para alimentarse. Esto significa que están reduciendo la calidad de su comida, saltándose comidas o endeudándose para poner alimentos en la mesa. Además de la afectación humana que se genera cuando se siente hambre, la malnutrición provoca retrasos irreversibles en el desarrollo físico y cognitivo de los niños, lo que conlleva no solo afectaciones importantes en materia de salud pública, sino también consecuencias negativas significativas para el desarrollo económico del país a largo plazo. Estudios demuestran que un adulto que sufrió desnutrición crónica en los primeros dos años de vida tiene un coeficiente intelectual 14,6 puntos menor, 5 años menos de educación y 54 % menos de salario en la edad adulta en comparación con aquellos que no la sufrieron.
Aunque frecuentemente se habla de ellos, no se ha definido una estrategia clara para abordarlos ni se les ha asignado una persona o entidad responsable.
En contraste con el hambre, la salud mental es un problema intangible, a menudo estigmatizado y subestimado. Normalmente, las afectaciones a la salud mental se desarrollan en situaciones donde hay mucha desesperanza e incertidumbre, ausencia de sentido en la vida o sobrecarga de trabajo, y se manifiestan en dificultades para mantener relaciones estables y profundas con los otros, enfrentar problemas, tolerar la frustración, definir un proyecto de vida, entre otros aspectos. El bienestar mental no es un asunto menor que deba seguir en la sombra. Es esencial para el buen funcionamiento de una sociedad, porque en últimas es lo que determina, en palabras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que las personas sean “capaces de relacionarse, desenvolverse, afrontar dificultades y prosperar”.
Tanto el hambre como las afectaciones en la salud mental tienen un impacto negativo en la capacidad de aprendizaje de las personas y en la productividad de la fuerza laboral de una sociedad. Aprender y trabajar con hambre y sin suficiente motivación es más difícil. Además, agravan los ciclos de pobreza ya que quienes los padecen suelen tener menos oportunidades para acceder a empleos estables y bien remunerados, así como a educación de calidad. También sobrecargan el sistema de salud al aumentar la demanda de atención médica sobre afectaciones que, en muchos casos, se podrían haber prevenido. Igualmente, pueden socavar la cohesión social y generar tensiones, al aumentar la sensación de injusticia, desigualdad y menor bienestar.
De ahí la importancia de mover el eje de la conversación y poner énfasis en estos problemas subyacentes que determinan el desempeño de las personas y su capacidad para enfrentar los desafíos de la vida. Si de prevenir se trata, de nada sirve habilitar oportunidades educativas y laborales, o mejorar la atención del sistema de salud, si las personas tienen el estómago vacío y el espíritu quebrantado.
JULIANA MEJÍA