Doscientos años después de los acontecimientos que llevaron a la creación de un nuevo país, valdría la pena preguntarse por la manera como sus protagonistas imaginaron el futuro. Los historiadores que se dedicaron a estudiar los procesos de independencia al alba de las conmemoraciones del bicentenario adelantaron un marco totalmente diferente a los existentes para interpretar los hechos revolucionarios que sucedieron entre 1808 y 1819. Con razón se llamó la atención sobre un conjunto de ideas jurídicas enraizadas desde siglos atrás en la estructura constitucional de la monarquía española, las cuales se convirtieron, en un momento de crisis imperial, en la herramienta fundamental con la cual las élites locales de diferentes ciudades a lo largo del imperio les dieron legalidad a unos hechos más bien inesperados: la caída del monarca en manos de Napoleón, abdicaciones, nueva dinastía, levantamiento y revolución.
Esta reinterpretación sugiere que las ideas liberales gestadas gradualmente a lo largo del siglo XVIII no tuvieron el papel destacado atribuido hasta entonces. Como tampoco lo había tenido una identidad nacional previa a la independencia. Filósofos ses como Montesquieu (con su teoría de la división de poderes y su aversión a un despotismo descontrolado), Voltaire (con su discurso sobre la desigualdad) o economistas como Quesnay (que había apostado por un mundo gobernado por las leyes naturales del mercado) o el escocés Smith (con su férrea crítica contra los privilegios, su defensa del libre mercado y su insistencia en el trabajo como generador de riqueza) no aparecían vinculados tan directamente con la gesta que terminó en las declaraciones locales de independencia. Tampoco con la guerra contra las tropas que en el territorio eran aún leales a la corona, o después contra los ejércitos enviados por Fernando VII, quien, en medio de una oleada conservadora reforzada por el Congreso de Viena de 1814-1815, insistía en recuperar sus antiguas posesiones. Lo mismo se podía decir de la Revolución sa, cuyos ideales de igualdad y libertad, que acabaron llevando al ajusticiamiento del rey (pues la sociedad había imaginado y gestado un mundo donde todos eran igualmente responsables ante la ley) y a una deriva radical sangrienta, asustaron, más que inspiraron, a los habitantes en diferentes partes del globo.
Esto no quiere decir que los ideales de igualdad, libertad y fraternidad no tuvieran acogida entre los protagonistas de los eventos revolucionarios. Sabemos bien el destino de Antonio Nariño después de traducir la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, uno de los hitos cumbres de la Revolución sa, publicado por la Asamblea Nacional a finales de agosto de 1789. Doscientos años después de los acontecimientos de Boyacá, sería adecuado reflexionar sobre el impacto que tuvieron las ideas de la Ilustración en la manera como los gestores de ese nuevo Estado pensaron el futuro. Sea esta, precisamente, la oportunidad para que reflexionemos sobre las ideas producidas por un siglo que sentó las bases de una sociedad moderna e imaginó una cosmopolita y de paz en medio del caos provocado por guerras interminables.
Vivamos entonces en una guerra perpetua de ideas: guerra a la cual todos podríamos ir armados con el respeto por la opinión del otro y con el derecho sagrado del otro de buscar su felicidad
El movimiento ilustrado, la época de las Luces, o la Ilustración, hoy más que nunca importan. Tal como lo recuerda el título del libro de Anthony Pagden (2013) o como deja ver la impresionante obra de Jonathan Israel sobre la Ilustración radical y moderada (2002-2009). Tal vez como nunca antes, los hombres del siglo XVIII (y especialmente unas élites dedicadas a la lectura, la crítica, al intercambio de información, y profundamente preocupadas por transformar su sociedad) imaginaron un mundo radicalmente diferente de aquel en que vivían. Muchas de las ideas utópicas que plantearon son aquellas que lentamente, y con mayor o menor éxito, se han convertido en el marco de nuestra cotidianidad.
La Ilustración, un movimiento enraizado en Europa, creía fuertemente en el poder de la razón y en la necesidad de que los hombres pusieran bajo la luz de la crítica cualquier idea preconcebida o creencia. El hombre salía de su minoría de edad, como proponía Kant, y ahora debía pensar por sí solo. Especialmente los temas relacionados con el gobierno, el dogma y el poder debían ser debatidos en ese espacio nuevo que se llamaba la opinión pública, como lo recordó Habermas en su momento. Concepto este esencial en tiempos de posverdad y de fake news, cuando preocupan menos los hechos que satisfacer seguidores.
En Lombardía, un grupo de filósofos que se reunían en un café (bebida asociada a la intensificación de los debates por la alteración que produce simultáneamente en los nervios y en el alma) debatían sobre economía y política. Por sus ideas innovadoras, la obra de uno de ellos, Cesare Beccaria, es la más conocida: De los delitos y las penas colocaba la felicidad del individuo en el centro del debate y criticaba prácticas “viejas” de castigo. Por el mismo camino, Antonio Genovesi, una de las figuras más destacadas de la ilustración napolitana, se preguntaba por el “uso de las grandes riquezas respecto a la felicidad humana”. Pregunta que resuena en nuestra sociedad moderna, que se caracteriza al mismo tiempo por la producción de una inmensa riqueza y por niveles de desigualdad alarmantes, como lo demuestra Tomás Piketty en sus dos últimos libros (2013 y 2019). Es difícil pensar en una sociedad donde los individuos gozan de libertad cuando se ignora cualquier referencia a la igualdad o a la dignidad de escoger lo que se quiere ser y al camino para conseguirlo. A veces, no se debe olvidar, la razón produce monstruos: la razón se transformó en simple racionalidad económica y el complejo debate sobre el placer y el dolor, en puro utilitarismo. Revisar el proyecto ilustrado permitiría volver a pensar estos problemas. Razón y libertad para decidir el propio camino, para buscar la felicidad. Respeto por los derechos del individuo que estaban por encima de la soberanía del Estado, pero también sociedad con estructuras estatales eficientes para que los “fuertes no devorasen a los débiles”. Libertad y no libertarismo, este último entendido como los derechos de un individuo totalmente egoísta que solo piensa en sí mismo, sin preocuparse por contribuir a la construcción de la sociedad de la que hace parte.
Muchas de estas ideas ayudaron a los gestores de la independencia a pensar el futuro del pasado, y les dieron una razón para imaginar una sociedad diferente. Hoy, cuando nosotros ya no somos más su futuro sino un pasado más, deberíamos inspirarnos de nuevo en algunos de estos ideales para inventar un nuevo porvenir. A lo mejor, sería la ocasión de que repitamos los continuos ciclos de guerra que nos han desangrado durante los últimos siglos, pero con una guerra diferente, una guerra de ideas.
Vivamos entonces en una guerra perpetua de ideas: guerra a la cual todos podríamos ir armados con el respeto por la opinión del otro y con el derecho sagrado del otro de buscar su felicidad. Al igual que los gestores de este país, el que a veces pensamos como una nación fracasada, deberíamos proyectar una sociedad donde los individuos tengan la dignidad de contribuir a su mejora individualmente. En este mundo globalizado del siglo XXI, donde las divisiones basadas en determinismos culturales y de identidad se han ido radicalizando paulatinamente, intensificando más que resolviendo tensiones sociales, y donde con temor vemos ideas populistas extremistas, que pensábamos desaparecidas, retomar fuerza en razón de un aumento de la pobreza y de la deriva que para muchos ha significado un descontrolado fundamentalismo de mercado, tal vez sea una buena idea mirar al pasado y buscar, como lo hicieron nuestros próceres, ideas en el liberalismo del siglo XVIII: ideas para imaginar el futuro de un nuevo pasado.
J. Bohórquez es doctor en historia del European University Institute (Florencia) y posdoctorado por Harvard University. Actualmente es investigador en el Instituto de Ciências Sociais-Universidade de Lisboa.