Las guerras tienen un origen estético. Y con esto no pretendo sugerir que las armas se empuñen para perseguir ideales sádicos de la belleza. Pero es que la estética va mucho más allá del ámbito de la belleza, al cual ha sido vilmente reducida. Se trata, más bien, de la rama del conocimiento que se ocupa de la percepción. Mejor dicho, la pregunta fundamental de la estética no es ¿qué es la belleza?, sino ¿cómo percibimos el mundo que nos rodea? Esto es, al menos, lo que sugiere una de las mentes más provocadoras que nos dio el siglo XX, Jacques Rancière.
Y no hay que leer a Rancière, sino que basta con abrir los ojos de cuando en vez, para darnos cuenta de que nunca percibimos el mundo de manera directa, sino que siempre lo hacemos a través de los estereotipos culturales que prevalecen en las sociedades que habitamos. Para mencionar tan solo un ejemplo, a un hombre que porta túnicas tradicionales musulmanas como el ‘bisht’, desde este lado del mundo, lo solemos percibir a través de estereotipos articulados por categorías lingüísticas que abarcan desde la barbarie hasta el terrorismo. Y es que este es precisamente el poder espeluznante del lenguaje: cuenta con la capacidad de formar y deformar la manera en la que percibimos el mundo. Es, en todo caso, precisamente la formación y deformación de la percepción lo que concierne al estudio de la estética según Rancière.
Y, a la vez, son estas categorías estéticas, mucho más que el apetito económico de las naciones o las ansias de poder, las que explican la perpetuación de las guerras. Si se tratara solo de economía o poder, nadie moriría defendiendo una causa que considera superior a sí mismo. Más aún, la estética entendida en estos términos también contribuye a explicar por qué la gran cantidad de instituciones y organismos multilaterales tan sofisticados como inútiles que hemos diseñado a lo largo de las últimas décadas han resultado tan ineficaces a la hora de frenar las guerras como la que hoy se libra en el Medio Oriente, la cual se esparce a diario como un virus.
La pregunta fundamental de la estética no es ¿qué es la belleza?, sino ¿cómo percibimos el mundo que nos rodea?
Aún vivimos bajo el embrujo de regímenes estéticos que dividen al mundo entre civilización y barbarie con categorías lingüísticas que deforman la percepción y suponen la existencia de un bando que representa el progreso y de otro que representa la obstrucción del progreso. Sin ir muy lejos, esta semana, tras la incursión del ejército israelí en territorio libanés, el columnista de ‘The New York Times’ y asesor ocasional de Biden en temas del Medio Oriente, Thomas Friedman, alegó que la actual coyuntura geopolítica del mundo se reduce a una batalla entre una facción compuesta por “países decentes” y encabezada por Estados Unidos que persigue la integración mundial y otra que, al contrario, pretende resistirla. Pero Friedman olvida señalar que la integración que persigue el llamado bando de los decentes es tan solo la que dictan sus propios términos. Mientras prevalezcan categorías estéticas semejantes, las cuales suponen la superioridad moral de un actor y la subordinación de otro, la perdición de la guerra seguirá siendo pan de cada día.
Por supuesto, es a la vez por la prevalencia de categorías estéticas como estas que las potencias occidentales han sido tan inútilmente hipócritas y tan hipócritamente inútiles al ponerle freno al apetito demoledor de Netanyahu, a pesar de que son los únicos con suficientes herramientas para hacerlo. Y que sirvan como ejemplo las tales líneas rojas que Biden le trazó a Netanyahu, las cuales ha ido corriendo en la medida en la que avanza el ejército israelí dejando tras de sí una estela repleta de escombros y cadáveres que ya se acercan a los 45.000. Lo peor de todo es que, como bien ha dejado claro la historia, entre más palizas le propina Israel a los grupos armados que combate, más radicales y delirantes son las versiones en las que estos reencarnan.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO