Con voz profunda e imponente, el jefe Seattle, líder de las tribus Suquamish y Duwamish del noreste de Estados Unidos, le dijo al nuevo gobernador y comisionado de asuntos indígenas para los territorios del hoy estado de Washington, Isaac Stevens, que las tierras que venía a comprarles eran sagradas para su gente. Sus ancestros estaban enterrados allí y toda su historia guardaba una íntima conexión con aquel lugar. “Cada valle, cada llanura, cada árbol ha sido santificado por un grato recuerdo o una triste experiencia de mi tribu. Hasta las piedras, que parecen yacer mudas mientras se calientan al sol en la silenciosa orilla del mar, se estremecen con los recuerdos de mi pueblo”, dijo.
Con esas palabras, el jefe Seattle resaltaba un elemento esencial de su cultura, que los distinguía de la de Stevens. Mientras los ‘hombres blancos’ eran capaces de dejar la tierra donde enterraron a sus padres, al parecer sin remordimiento alguno, ellos tenían una relación profunda con el lugar que habitaban y la naturaleza que los rodeaba. Se sabían parte de ella, y ella era protagonista de sus historias. El suelo de los imponentes bosques de pinos y ceibas rojas y amarillas respondía cariñosamente a sus pisadas porque eran las cenizas de sus antepasados, y sus pies descalzos eran conscientes de aquel tacto compasivo. Por ello, si aceptaba la oferta de Stevens, lo hacía con la condición de que jamás les prohibieran la entrada a esa tierra que tenían por santa.
El líder indígena sabía que la supervivencia de su pueblo y su cultura dependía de que supiera construir una relación cordial con Stevens y los colonos que llegaban a asentarse en sus tierras, pero también de que lograran permanecer allí, cerca del estrecho de Puget, en el Pacífico. Aunque a un alto costo, lo consiguió. En El mundo del jefe Seattle, el editor y escritor norteamericano Warren Jefferson explica que a comienzos de 1855, veinte tribus indígenas firmaron el Acuerdo de Point Elliot renunciando al control de miles de hectáreas de tierras ancestrales. Solo los Suquamish cedieron alrededor de 36.000 y lograron conservar poco más de 3.000.
Quien se guíe por esas cifras podría pensar que al jefe Seattle le faltó liderazgo. Durante su vida adulta tuvo que ver cómo el mundo que conoció de joven se transformaba completamente: “Hubo un tiempo en que nuestro pueblo cubría toda esta tierra, como las olas de un mar agitado por el viento cubren su suelo pavimentado por conchas. Pero esa época hace mucho quedó atrás, y la grandeza de estas tribus está casi olvidada”, dijo a Stevens.
Sin embargo, un estudio más detallado de su historia hace evidente que tuvo la inteligencia de ver que el difícil momento histórico que le tocó vivir requería que dejara atrás al genial estratega militar que había sido de joven, y que a sus 22 años lo había convertido en jefe de las tribus Duwamish y Suquamish. Cuando conoció a Stevens personificaba esa sabiduría ancestral y ese espíritu de armonía entre individuo, comunidad y naturaleza que destacó de su gente.
Basándose en los escritos de Henry Smith, un médico y poeta que estuvo entre los primeros colonos que llegaron a la zona, Jefferson describe a Seattle como un hombre imponente e inteligente, de ojos grandes y expresivos. “Hubiera podido ser emperador, pero todos sus instintos eran democráticos y gobernaba a su gente con amabilidad y paternal benevolencia”, dice. Ese liderazgo le permitió a su gente evitar una guerra con los nuevos colonos, permanecer en sus sagradas tierras y convertirse en una importante voz política a favor de los derechos de los indígenas de la región.
El espíritu de Seattle pasó a la historia. Smith, quien conocía las lenguas de los indígenas de Puget, tradujo las palabras que dio el líder indígena en presencia de Stevens. Años después se hicieron célebres al ser publicadas en el diario Seattle Sunday Star en 1887. En 1970 volvieron a coger fuerza inspirando el movimiento ambientalista de Estados Unidos. Un profesor de la Universidad de Texas las adaptó para su discurso del Día de la Tierra, y desde entonces han sido adaptadas, traducidas y citadas para recordar una lección que solemos olvidar: la Tierra no nos pertenece. Nosotros pertenecemos a ella. No tejimos la red de la vida, solo somos una de sus hebras. Cualquier cosa que le hagamos a la red nos la hacemos a nosotros mismos.
Comprensiblemente, en honor a este jefe indígena la ciudad de Seattle tomó su nombre.
CRISTINA ESGUERRA MIRANDA