Eran las cinco en punto de la mañana. Mi hermana Pilar dudaba entre irse a reunir con nuestros padres en los salones de Dios o quedarse un poco más con los seres que amó, aun a costa de insoportables dolores. Eran las cinco, la "hora de parada", como decía ella desde niños, cuando nos levantábamos allá en el campo, con mamá, mientras los copetones amenizaban el tinto humeante.
Las cinco fue la "hora de parada" toda su vida. Era el arranque de largas jornadas en las que trabajó miles de días, con esfuerzo, entrega y honestidad. Las cinco era la hora en que a sus seres queridos les llegaba un mensaje suyo con los deseos de un feliz día, una oración, un abrazo.
Este miércoles fue la hora de la partida de mi hermana adorada. Cuando llegó la noticia a las cinco y cinco del alba, cerca de mi ventana opaca por la niebla, como mi alma, cantaba un copetón. Uno solo esta vez. Me pareció que no trinaba a lo copetón, sino que silbaba como hacía papá cuando partían con mamá a la otra finquita mientras nosotros los mirábamos desde la puerta de la casita vieja, con los ojos llenos. Menos Pilar, que no sabía llorar.
Yo de niño pensé que ella había nacido sin lágrimas, pues un día escuché que papá le contaba al tío Isidro que la niña se había fracturado un hueso del brazo "y la chinita no lloraba".
Después, ya grande, se fracturó el húmero, y Pilar no lloraba. Y luego, otro hueso, y no lloraba. Con el paso del tiempo entendí que ella sí tenía lágrimas por mares y un corazón de ternura, pero era capaz de comerse las lágrimas para que los otros sufriéramos menos. Lo confirmé cuando despedimos a nuestra inolvidable hermana Mélida, con su tiquete al cielo, y las piernas no le soportaron el peso del dolor. Ella se agarró de mí para no derrumbarse y aun así me dijo: "Tenemos que ser fuertes, hermanito".
La hermana de pocas lágrimas se privó de disfrutes personales por ayudar a los demás. Acogió otras vidas. Literalmente, ayudó hasta al gato.
Pilar fue estoica desde niña. Cuando mamá estaba en Bogotá debatiéndose entre la vida y la muerte y nosotros nos atacábamos en las noches a la hora del rosario, ella, ángel de la guarda, valiente compañía, nos abrigaba y nos decía que estábamos con Dios y la Virgen y que papá venía a las cinco. Un día le vi los ojos húmedos, pero me dijo que fue una basurita que trajo el viento.
Esta vez, a las cinco fue la "hora de parada" y se fue para siempre. Pero deja ejemplos valiosos. Eso que llamamos vocación de servir, que es ser bueno, generoso, dar de lo que se tiene, así sea poco. Tener actos de bondad.
Desde su sencillez, desde su esfuerzo, desde su lucha sin queja, aguerrida, nunca se doblegó para lograr sus propósitos, en especial de ayuda al otro. La hermana de pocas lágrimas se privó de disfrutes personales por ayudar a los demás. Acogió otras vidas. Literalmente, ayudó hasta al gato. A los perros sin dueño les dio el pan de su boca, así como a personas en la calle con hambre y con frío.
Tal vez hoy la llorará un ciudadano francés que tuvo por cama algún andén bogotano, pero Pilar le ofreció su mano como si fuera uno de los suyos. En tiempos de incipiente internet, con voz a voz logró ubicarle a su familia en Francia y los volvió a unir. Y muchas personas del centro de la ciudad a las que ayudaba terminaron siendo su escolta personal a la hora de los copetones cuando ella iba al trabajo.
Y sobre todo, amó a su familia. Y les dejó su mayor orgullo, sus recetas de cocina, porque fue nuestra chef sin título, pero orgullosa y feliz de compartir. Y jamás pasó Navidad sin que llegara el Niño Dios con su letra. Sus sobrinos eran felices con los detalles de la tía Pili, y aun ya profesionales los conservan en mesitas y recuerdos. Estoy seguro de que si hubiese muchas más Pilares en esta tierra de odio, el mundo sería distinto, con más bondad que lágrimas.
Hoy fue la hora de partida, hermana. Nos dejas a todos por siempre con una basurita en los ojos.