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Opinión

La prueba ideológica

Hay quienes prefieren la ideología a la realidad, basta hacer la prueba.

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Hay en YouTube varios videos de un experimento sociológico que se ha hecho muchas veces, desde hace tiempo, en los Estados Unidos. El método es muy sencillo: un periodista se les acerca a unos seguidores de Donald Trump, con cachucha y todo, y les cita frases de su líder e ídolo pero les dice que no son suyas sino de Joe Biden, Barack Obama o Kamala Harris, lo cual desata una andanada de insultos y feroces maldiciones y escupitajos.
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El mismo ejercicio, cambiando lo que haya que cambiar, podría hacerse en muchos otros lugares del mundo y el resultado sería igual de grotesco y aleccionador: trastoquen ustedes la identidad de los autores de unas cuantas consignas de partido, denles la vuelta, confúndanlas de un lado al otro como si fuera un juego de feria para saber dónde está la bolita, y las hordas responderán solo según su instinto más primario.
Ese instinto no tiene nada que ver con la razón y las ideas, el pensamiento o las doctrinas, sin importar cuáles sean, ahí está el problema, sino con la adhesión enceguecida y fervorosa a un símbolo que lo resuelve y lo resume todo, lo encarna de manera mística y sagrada, por eso sus adoradores se pliegan de rodillas ante su sola aparición sin que al final interese el discurso que allí anida y cuyos verdaderos límites y valores se van borrando y diluyendo.
Es una versión extrema y aberrante de lo que Max Weber llamaba la “legitimidad carismática” del poder: cuando la gente se entrega enceguecida al rebaño del sectarismo y la ideología, el caudillismo y la pasión de partido, ya no hay discernimiento que valga, ni el más elemental, porque todo se vuelve un acto de fe, la aceptación irracional e indigna de unos dogmas y unas obsesiones que anulan la crítica y la libertad, el albedrío personal.
Los Derechos Humanos parecen un enunciado universal e inobjetable que sin embargo se va diluyendo y matizando de acuerdo con la ideología del que los invoca.
Obvio: todos, sepámoslo o no, tenemos una ideología, un sistema de valores e intereses que nos define, prejuicios sociales y de clase que nos condicionan en nuestra relación con el mundo y los demás; eso es así. Pero la ideología, cuando pensamos en la militancia política, puede llegar a ser también una forma de enajenación mental, una fe abrasadora que lo somete todo a sus principios y designios, hasta anular por completo la consciencia individual.
Entonces se produce una gran paradoja: la ideología –como la estupidez– es lo único que garantiza la absoluta coherencia, la vigencia de un recetario omnipresente en el que están las respuestas para todo, sin excepción, y uno solo tiene que acudir a él para explicar el mundo y darle orden y sentido, igual que en las religiones dogmáticas. Al mismo tiempo, sin embargo, la ideología tiende trampas y somete a sus feligreses a toda clase de contradicciones.
Porque en muchos casos las ideologías se inspiran en valores absolutos que luego ellas mismas, según el inamovible código de lealtad que imponen, se van volviendo relativos y fungibles. Los Derechos Humanos, por ejemplo, así en mayúsculas y todo: los Derechos Humanos parecen un enunciado universal e inobjetable que sin embargo se va diluyendo y matizando de acuerdo con la ideología del que los invoca, a veces de manera vehemente.
“¿Por qué ahí sí y allá no?”, suele ser una pregunta muy válida cuando es innegable la ambivalencia con que tanta gente reacciona ante hechos idénticos pero con coordenadas ideológicas opuestas. Por qué muchas feministas, por ejemplo, justifican y toleran regímenes o partidos en los que campea la misoginia; por qué tantos humanitaristas, por ejemplo, juzgan distinto el mismo horror que ocurre en lugares diferentes de la Tierra.
Sí: porque todo tiene un contexto y una historia, cada cosa del mundo es única y particular. Pero también porque hay quienes prefieren la ideología a la realidad, basta hacer la prueba.

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