Organismos internacionales y autoridades nacionales de salud coinciden en que vivimos una crisis de salud mental. Muchos se preguntan si se trata de un crecimiento real de casos o solamente de mejor diagnóstico. Tenemos mejores instrumentos para detectar casos y también tenemos definiciones de patologías para hechos que antes no se calificaban así. La respuesta a la duda es, pues, que las dos posiciones son ciertas, parcialmente. Hay crecimiento de patologías, pero también hay una mejor búsqueda de casos.
La verdad es que en el pasado no faltaron los chiflados. Tenía uno que estar loco para nombrar cónsul a su caballo, como hizo Calígula, o para quemar, como Nerón, una ciudad tan hermosa como Roma. Juana la Loca estaba loca, y su esposo, Felipe el Hermoso, era un narcisista. Locos estaban la reina Victoria y el gran Rey Sol (para escoger solo políticos alejados de nosotros en el tiempo).
La agresividad fue grande siempre. Los jóvenes desataban su furia en duelos por bobadas, y el número de muertos en riñas superaba proporcionalmente, por órdenes de magnitud, al que tenemos hoy.
Entre los personajes literarios no faltaban los locos; tal vez eran escasos los no chiflados. Don Quijote estaba loco, y Hamlet, también. Uno tenía que estar loco para arrancarse los ojos como Edipo. El Ricardo III de Shakespeare era de susto, y los ejemplos son innumerables. La literatura infantil clásica no se quedó corta: la madrastra de Blancanieves era obsesiva compulsiva, y la pobre niña tenía ataques de catalepsia; la Cenicienta imaginaba que los ratones se volvían corceles, y el príncipe creía que podía encontrar a su amada porque era la única joven en el reino que calzaba 36. Para colmo las hermanas malvadas pensaron que cortándose los dedos de los pies podían engañar al príncipe.
El inevitable y bondadoso cambio hacia comodidad y abundancia trajo efectos secundarios, como aumento de estrés y angustia
Pero, aun considerando todo eso, tenemos razones para estar preocupados. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que antes de la pandemia sufrían de depresión 264 millones de personas y después su número aumentó en 25 %. Más de 800.000 personas mueren al año por suicidio, que se ha convertido en la segunda causa de muerte de personas jóvenes. Estudios recientes muestran un aumento importante de enfermedades mentales entre adolescentes. Se piensa que puede ser debido a presiones académicas, pero posiblemente también a presiones sociales facilitadas por las redes, que han aumentado inmensamente el estrés.
Durante la pandemia el encierro forzoso de los jóvenes, el alejamiento de sus amigos y el aislamiento empeoraron la situación, y ese reto no fue respondido adecuadamente por los sistemas de salud. Algunos estudios han mostrado, además, que las intervenciones de corto término pierden todo efecto benéfico rápidamente, y que para lograr una verdadera mejora hay que mantener un esfuerzo sostenido.
Han surgido, como era de esperar, muchas teorías para explicar la situación. Una atractiva es que se ha dado un serio desajuste entre las condiciones de vida de esta época contemporánea y aquellas con las que evolucionamos para ser humanos. Un ejemplo simple es la alimentación; cuando éramos cazadores y recolectores, un hallazgo dulce o grasoso era un tesoro nutricional. Hoy, los humanos tenemos a tanto dulce que nos vuelve diabéticos y obesos.
En igual forma, nunca vivimos en poblaciones con tal densidad y concentración, lo que nos abruma y angustia. La capacidad para cooperar nos llevó a lo que somos, pero hoy nos enfrentamos más a la competencia. El inevitable y bondadoso cambio hacia comodidad y abundancia trajo efectos secundarios, como aumento de estrés y angustia.
Nos toca aprender a manejar esta situación, porque devolvernos jamás será la solución. La educación para la resiliencia deberá ser un propósito global.