Uno tiene que ser cuidadoso con la tentación de diagnosticar las patologías psicológicas de los otros. La tentación es grande, pero toca controlarse por varias razones. Primero, porque eso deben hacerlo quienes por sus estudios tienen licencia, pero sobre todo porque ese esfuerzo de autocontrol puede servir para no repetir en uno mismo lo que critica en otros.
Entonces, con precaución, y leyendo lo que piensan los expertos, se justifica tratar de interpretar a quienes lideran la sociedad y asumen responsabilidades superiores que tienen gran impacto en todos nosotros.
La creencia en conspiraciones es tan antigua como nuestros pensamientos. Siempre buscamos construir una narrativa que explique lo que nos pasa. Seguramente así surgieron los mitos ancestrales. Antes de que el conocimiento, sobre todo el científico, nos diera mejores instrumentos, las explicaciones se basaban en una alianza al servicio de un propósito maligno. Los rayos los enviaba un dios enfurecido; un ángel caído iba tratando de cazar nuestras almas para conducirlas al tormento perpetuo, y en el nivel terrenal las naciones vecinas se armaban para conquistarnos (lo que con frecuencia era cierto, pero ignoraba el hecho de que nosotros nos armábamos para conquistarlas a ellas). Las conspiraciones siempre son de malvados y su objetivo es perjudicarnos.
Los narcisistas tienden a tener un sentido de sí mismos desproporcionadamente inflado, son muy sensibles a la crítica, necesitan ser vistos como salvadores únicos e irremplazables, y tienen que controlar y dominar.
La psicología, que es una ciencia bastante moderna, ha intentado, e intenta permanentemente, explicar fenómenos como este. Después del debate televisado de los candidatos Trump y Harris volví a leer algunos artículos (unos del grupo de Alexandra Cichocka, profesora de Psicología Política en la Universidad de Kent) que relacionan la propensión a creer en conspiraciones con una personalidad narcisista.
Durante los 90 minutos del debate, Kamala Harris incurrió en una falsedad, mientras que Trump lo hizo en 33. Muchas eran teorías conspiratorias insólitas: la mayoría de los países “nos mandan sus criminales, millones de millones”, los inmigrantes de Haití en Springfield, Ohio, se comen a los perros y a los gatos de los vecinos, y más por el estilo.
Según la psicóloga mencionada, los narcisistas tienden a tener un sentido de sí mismos desproporcionadamente inflado, son muy sensibles a la crítica, necesitan ser vistos como salvadores únicos e irremplazables, y tienen que controlar y dominar. Todo eso los lleva a creer en cualquier teoría de complots que explique las críticas que se les hacen. Solo una conspiración muy malvada puede criticarlos.
El ‘narcisismo grandioso’ de un líder genera narcisismo colectivo entre sus seguidores, que arman estrategias para defender la imagen grupal y destruir la imagen de sus contradictores. Una candidez muy narcisista es la que lleva a alguien como Trump a calificar de comunistas a los moderadamente liberales del Partido Demócrata. Similarmente, solo ese narcisismo grandioso puede llevar a nuestro Presidente a llamar fascistas y nazis a quienes hasta hace poco apenas eran tildados de tibios y débiles.
Trump sigue absolutamente convencido de que le robaron las pasadas elecciones porque algunos se lo dijeron, pero sobre todo porque no considera posible que él pudiera perderlas. Petro está seguro de que hay una conspiración para hacerle un “golpe blando” y como prueba ofrece la decisión del Consejo Electoral de revisar los topes de sus campañas. El hecho de que el Consejo de Estado y la Corte Constitucional hayan ratificado que esa es función del Consejo Electoral, y que es legal, no le suscita dudas, solo refuerza su convicción de que es una conspiración.
El sistema educativo debe hacer mucho énfasis formando en el pensamiento crítico, para que los líderes y electores en el futuro tengan una visión realista de ellos mismos y no crean en supercherías.