Desde aquel miércoles de 1990, cuando Jaime Garzón hizo su debut en Zoociedad, hasta ese fatídico viernes de 1999, cuando fue asesinado poco antes de llegar a los estudios de Radio Net, transcurrieron escasamente nueve años. Sin embargo, ese corto lapso fue más que suficiente para que ese loco genial se inmortalizara como uno de los críticos más agudos del país y dejara su nombre inscrito entre los humoristas más aclamados de nuestra historia política.
En una época en la que no existían las redes sociales ni se conocían los fenómenos virales como los que pululan hoy en día en internet, este abogado inquieto y poco ortodoxo logró convertirse –a punta de inteligencia y originalidad– no solo en una de las caras más reconocidas de los medios colombianos, sino en una especie de Pepe Grillo, que con sus verdades escuetas sacudía como pocos la conciencia del país.
Como quien no quería la cosa, Jaime hacía derroche de agudeza y creatividad para que todos los personajes que representaba –desde Emerson de Francisco hasta Heriberto de la Calle, pasando por Inti de la Hoz, Néstor Elí, Dioselina Tibaná o Godofredo Cínico Caspa– se transformaran en portadores de potentes mensajes que desbordaban el ámbito de la comedia para hacerse cómplices incondicionales de esa audiencia que lo iraba y aplaudía con devoción.
En este punto es fundamental subrayar que, aunque muchos recordamos con nostalgia y simpatía sus ocurrencias, también es necesario tener en cuenta que al mencionar a Jaime no nos estamos refiriendo a un simple humorista ni mucho menos a un cuentachistes, pues, como bien lo dice el periodista Eduardo Arias, amigo y compinche suyo en Zoociedad, para Garzón el humor no era un fin sino un medio, una herramienta que él utilizaba para transmitir sus inquietudes y sus preocupaciones acerca de la situación del país, azotado entonces, al igual que hoy, por la politiquería, la corrupción y la violencia.
Jaime hacía derroche de agudeza y creatividad para convertir a todos sus personajes en portadores de potentes mensajes que desbordaban el ámbito de la comedia.
De hecho, una de las causas que más le apasionaban era la búsqueda de la paz, de la cual se convirtió en un abanderado, y a la que le dedicó buena parte de sus esfuerzos, sin medir riesgos y sin calcular consecuencias.
Otro de los secretos del éxito de Garzón radicaba en su capacidad de acercarse al poder sin dejarse contaminar ni manipular. Para describirlo en palabras de hoy, habría que decir que fue un influencer mucho antes de que se acuñara este término, y que a pesar de que se codeaba y hablaba de tú a tú con los más famosos del jet-set siempre supo manejar con extraordinaria habilidad una prudente cercanía, que le permitía mofarse de un presidente, de un ministro, de un embajador o de cualquier personaje célebre, sin que ninguno se sintiera ofendido, o al menos sin que manifestara su molestia. Y aunque se movía como un pez en las aguas del poder nunca se comió el cuento ni se dejó afectar por el síndrome de “usted no sabe quién soy yo”. Incluso, así como dejaba a un lado la compasión para poner en su sitio a las figuras más encopetadas de la sociedad, destilaba sencillez y amabilidad al dirigirse a las personas más modestas.
Hablar de Jaime Garzón 25 años después de su magnicidio parece un ejercicio estéril, pues la gran mayoría de las irregularidades que denunciaba en sus programas, conferencias y entrevistas aún persisten, y muchos de los dueños del poder a los que hizo alusión siguen campantes en este país sin memoria que parece resistirse al progreso. Por eso es que Jaime permanece tan vigente como en 1999: porque después de todo este tiempo los problemas siguen siendo los mismos, mientras los políticos han cambiado de partidos pero no de mañas, en medio de una sociedad que se escandaliza y se indigna con facilidad pero que difícilmente se mosquea.