Casi noventa años después de la disputa limítrofe que llevó a la guerra a Bolivia y Paraguay en el Chaco, en este árido, semidesértico y ardiente territorio que también se extiende hasta Argentina se acaba de librar otro conflicto. Esta vez, las partes enfrentadas fueron el Estado argentino y varias comunidades indígenas de la provincia argentina de Salta que reúnen a más de diez mil personas. La disputa fue zanjada hace poco en favor de los indígenas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos con una decisión que debe ser motivo de complacencia para otras comunidades que reclaman la protección de sus derechos en América Latina, así como para las organizaciones y los ciudadanos que las respaldan.
El litigio tuvo su origen en un atropello que se repite con frecuencia en muchos países, incluyendo a Colombia, contra los pueblos, en su mayoría indígenas, cuyos territorios son invadidos por colonos sin que el Estado respectivo ampare su propiedad. En este caso se trató de una extensión de más de 400.000 hectáreas en la provincia de Salta, fronteriza con Bolivia y Paraguay, que conforman el territorio ancestral de un centenar de comunidades indígenas que se asociaron en la organización Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) para luchar por sus derechos.
Después de reclamar inútilmente el amparo de su propiedad a varios gobiernos argentinos, la organización acudió en 1998 al Sistema Interamericano y recorrió las instancias necesarias para obtener esa protección. La primera fue la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que confirmó en 2012 la legitimidad del reclamo y, siguiendo el procedimiento usual en estos casos, instó al Gobierno argentino a disponer las reparaciones correspondientes.
Ante la falta de acción de este último, la demanda fue elevada a la Corte Interamericana, máximo tribunal de la región, que le dio la razón a Lhaka Honhat y ordenó en abril pasado al Estado argentino disponer la titulación de las tierras en favor de las comunidades reclamantes, amparar su propiedad y reparar los daños causados por los invasores, que a lo largo de años de ocupación talaron bosques y causaron otros daños al medio ambiente que afectaron el al agua y el modo de alimentación de las comunidades involucradas.
La sentencia de la Corte sentó un precedente de gran alcance en varios aspectos, pues no se limitó a amparar los derechos de los reclamantes. Además, por primera vez fijó estándares sobre el derecho al agua, a la alimentación y a un ambiente sano, y exigió al Estado argentino adoptar políticas y planes de acción para atender ese derecho, elaborados en diálogo con las comunidades. Esta parte de la sentencia toca uno de los aspectos más sensibles de las ocupaciones ilegales de tierras que se registran con frecuencia en nuestra región.
En el caso de Colombia, las invasiones amenazan a muchas comunidades indígenas, incluyendo las que habitan la selva amazónica, reconocida no solo como la principal reserva natural del país, sino como uno de los mayores tesoros ambientales de la humanidad. Esta realidad contrasta con los esfuerzos que se hicieron en décadas pasadas para la protección y el desarrollo de esas comunidades, como la entrega de más de quince millones de hectáreas que les hizo el presidente Virgilio Barco en 1988 y la legislación adoptada a instancias de su istración para garantizarles el control sobre eventuales explotaciones mineras en aquel territorio y el derecho preferencial en su aprovechamiento, los cuales fueron ratificados en la Constitución de 1991.
Las pautas fijadas por la Corte Interamericana abren una luz de esperanza para las comunidades que aquí, como en el resto del continente, siguen sufriendo la amenaza de las invasiones. Es tiempo de que el Estado les garantice con acciones efectivas los derechos consagrados en el papel.
Leopoldo Villar Borda