Washington, la espléndida capital de Estados Unidos, ha sido liberada de las manos de Donald Trump. De nada le sirvieron su terca negativa a reconocer la derrota y su agresiva reacción contra el poder electoral, los medios de comunicación y los votantes que le dieron el triunfo a Joe Biden. El 20 de enero tendrá que desalojar la residencia presidencial.
El recuerdo que deja de su caótico paso por la Casa Blanca no puede ser más triste. La capital, fundada por George Washington al lado del antiguo pueblo de Georgetown y construida en la década de 1790 junto al río Potomac como una isla federal y neutral dentro de la Unión Americana, muestra hoy las heridas de la guerra que el magnate derrotado en buena hora por Biden le declaró a medio país, al que siempre vio como su enemigo.
La imponente y austera mansión en cuyo diseño trabajó Washington con el ingeniero y artista francés Pierre Charles L’Enfant está rodeada ahora por un doble muro. El primer anillo es de metal y el segundo, de concreto. Ambos fueron levantados en vísperas de las elecciones del 3 de noviembre y la convirtieron en lo más parecido a una fortaleza medieval. En ella se atrincheró el presidente derrotado mientras la avalancha de votos que le negaron la reelección empezaba a llegar por correo a los centros electorales de todo el país.
Su magnificencia está en su carácter como símbolo del espíritu de libertad que llevó a a romper sus lazos con la Corona británica y proclamar el ideal de que el gobierno pertenece al pueblo.
El muro impide que los miles de transeúntes que circulan todos los días por el centro histórico de Washington, entre ellos los visitantes provenientes de muchos rincones del mundo, aprecien en toda su belleza la casa de los presidentes que desde hace casi dos siglos y medio es uno de los principales símbolos de la democracia estadounidense.
Para quienes miramos a Washington con iración y afecto fue doloroso ver mancillada de esa manera la mansión que encarna el poder político y moral de Estados Unidos y que es también el corazón de la ciudad que simboliza toda una época, como la Atenas de Pericles a la antigua Grecia y la Roma de los Césares al Imperio romano. Trazada al estilo de las grandes capitales de la historia, con sus enormes edificios, monumentos, catedrales y museos, es mucho más que la sede de un gobierno y el centro mundial de la burocracia.
Bajo la armónica fachada que conforman las estructuras neoclásicas de la Casa Blanca, el Capitolio, la Corte Suprema y los monumentos a los forjadores de la gran nación norteamericana reside el poder más formidable que ha conocido la humanidad, superior al de todas las otras grandes capitales juntas. El obelisco levantado en memoria de Washington es un ícono conocido en todo el planeta, como lo son también los monumentos a Lincoln, Jefferson, Roosevelt y Eisenhower, a los veteranos de la Segunda Guerra Mundial y de las guerras de Corea y Vietnam, todos ellos sobre el National Mall, la explanada de tres kilómetros a cuyos lados se halla el conjunto de museos más grande del mundo.
Sin embargo, la magnificencia de Washington no reside solamente en la imponencia de sus monumentos ni en el poder militar y económico que representa como la capital de la primera superpotencia del planeta. Está, sobre todo, en su carácter como símbolo del espíritu de libertad que llevó a los fundadores del país, trece años antes de la Revolución sa, a romper sus lazos con la Corona británica y proclamar el ideal de que el gobierno pertenece al pueblo.
Parece mentira que un personaje tan extravagante como Trump haya ejercido el mando supremo en la ciudad desde donde se gobierna el inmenso espacio que abarca Estados Unidos y que no conoció la monarquía sino de lejos, al otro lado del océano. Con el uso de la mentira impuso su predominio y pretendió mantenerlo hasta la última hora, contra viento y marea. Hizo mucho daño, pero, por fortuna para la democracia, la voluntad del pueblo puso fin a su infortunado papel en la historia y con la elección de Biden restauró la decencia en el poder.
Leopoldo Villar Borda