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La hora de los indígenas

Indígenas colombianos han superado barreras y logrado el reconocimiento de quienes los ignoraban.

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Es imposible ignorar el enorme valor simbólico que tuvo la presencia del rey de España, Felipe VI, en la posesión del nuevo presidente de Bolivia, Luis Arce Catacora, un exponente del mestizaje americano con fuertes raíces indígenas que gobernará su país junto con el vicepresidente David Choquehuanca, un aimara de pura cepa.
El gesto del monarca español, junto con el regreso de Evo Morales tras su forzado exilio, significa la consolidación del merecido, aunque tardío, papel que desempeñan en la vida boliviana los descendientes de los pueblos originarios, que hoy son casi seis de los once millones de habitantes del país.
El triunfo de Arce y Choquehuanca coincidió con la reciente minga del suroccidente colombiano, que reflejó el aún más tardío y difícil ascenso de nuestro movimiento indígena, que se abre paso gracias a las garantías ofrecidas por la Constitución de 1991 pero todavía enfrenta muchos obstáculos.
Algunos se apresuraron a descalificar la minga al atribuirle móviles políticos, como si este no fuera el legítimo objetivo de toda manifestación ciudadana en defensa de sus derechos. Hay que destacar la actitud de la alcaldesa Claudia López, cuya istración hizo todo lo posible para darles la bienvenida a los indígenas y velar por su segura permanencia en la capital, en contraste con la del presidente Iván Duque.
También hay que felicitar a los promotores e integrantes de la minga por la forma como aseguraron la realización pacífica del evento, que llenó de vida y color el centro de Bogotá.
En buena hora los indígenas colombianos, superando grandes barreras, han logrado el reconocimiento de millones de compatriotas que antes los ignoraban y aun despreciaban. Así se vio en su recorrido de casi 500 kilómetros desde el sur profundo del país, pasando por Cali, Armenia, Ibagué, Fusagasugá y Soacha, hasta llegar a Bogotá. Al impulso de este movimiento ha contribuido el impacto de los acontecimientos protagonizados en tiempos recientes por otros pueblos nativos del continente como los de la insurgencia zapatista en México, los de Guatemala, Ecuador, Chile y, por supuesto, Bolivia a partir de 2005, cuando Evo Morales se convirtió en el segundo indígena americano, después del mexicano Benito Juárez, en llegar a la presidencia de su país.
Lo increíble es que hubieran tenido que pasar más de 350 años desde el Descubrimiento antes de que Juárez llegara a la presidencia y más de 500 antes de la elección de Morales. Aún más inverosímil es que hoy todavía existan quienes desconocen y, lo que es peor, violan los derechos de los indígenas.
Son los autores de un rechazo que no se atreve a decir su nombre –aunque a veces no es solapado sino abierto–, porque el racismo no ha muerto en Colombia. También, los que viven en la fantasía del país que hablaba el mejor castellano del mundo y no pueden compaginar el orgullo que sienten por la herencia hispánica con el respeto que merecen los pueblos originarios.
Las comunidades indígenas luchan por su tierra, arrebatada desde los días en que llegaron los conquistadores. También luchan por el trabajo, la protección del medio ambiente, el derecho al agua, la educación y, sobre todo, el derecho a la vida, no solo de ellos sino de los afrodescendientes, los campesinos y los líderes sociales. No son los únicos excluidos: en Estados Unidos prevalece la discriminación a los indígenas que aún viven en resguardos y tuvieron dificultades para votar en las pasadas elecciones porque no cuentan con oficinas de correos. Los de aquí ya salieron del silencio y ocupan un espacio en el centro de la arena política que nadie les podrá arrebatar.
LEOPOLDO VILLAR BORDA

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