Defiendo la libertad de expresión en todas sus formas, como un pilar fundamental de la democracia. Censurar un texto por su contenido no solo vulnera ese derecho, sino que sienta un peligroso precedente. Sin embargo, entiendo que hay cuestiones éticas y morales que las editoriales deben tener en cuenta a la hora de decidir qué publicar. La línea entre la libertad de expresión y la responsabilidad editorial no siempre es clara, y con frecuencia está sujeta a debates que trascienden lo jurídico.
La reciente decisión de Anagrama de suspender la distribución del libro El odio, de Luisgé Martín, ha reavivado esa discusión. La obra narra el asesinato de dos niños de seis y dos años, a manos de su padre, José Bretón. El crimen se enmarca en lo que se conoce como violencia vicaria, una forma extrema de violencia en la que el agresor utiliza a los hijos como instrumento para hacerle daño a la madre. Para reconstruir los hechos, Martín entrevistó al asesino, pero nunca consultó a la madre de los niños, Ruth Ortiz, quien denuncia que el libro vulnera la intimidad y el honor de sus hijos fallecidos y que, además, la revictimiza a ella.
Los escritores están en plena libertad de escribir sobre lo que les parezca relevante, sin que ello implique una falta de empatía hacia las víctimas.
Confío en el criterio de Anagrama para escoger las obras que hacen parte de su catálogo. Seguramente en términos literarios, El odio es un libro con méritos narrativos. La decisión de la editorial de haber suspendido su difusión responde a una petición de la Fiscalía, y se basa en el respeto al dolor de Ruth Ortiz, y al reconocimiento de que debe existir un equilibrio entre la libertad de crear y la protección de las víctimas, según afirma en un comunicado. Sin embargo, yo me pregunto: ¿acaso no tuvieron esta discusión antes de publicar?
El libro no llegó a las librerías, pero la discusión que desató continúa en la conversación pública. Algunos piensan que el problema de fondo es la ausencia de la madre en el relato. En una historia donde el dolor es el eje central, omitir la voz de quien más ha sufrido puede resultar cuestionable. Pero es que esto es literatura. Y los escritores están en plena libertad de escribir sobre lo que les parezca relevante, sin que ello implique una falta de empatía hacia las víctimas. Expresar una realidad, por cruda que sea, no es justificarla, sino visibilizarla para crear conciencia. Como lectores, podemos escoger entre leer o no el libro. Pero yo sigo pensando que la libertad creativa debe prevalecer siempre, aunque lo que se narre resulte incómodo.