Para muchos colombianos despistados, los páramos y sobre todo los frailejones comenzaron a existir gracias a los terribles incendios forestales que azotaron al país en el reciente y nefasto fenómeno de El Niño.
Los frailejones tienen el nombre científico de Espeletias en honor del virrey don José Manuel de Ezpeleta (con zeta), que ayudó a José Celestino Mutis y a la Expedición Botánica y les facilitó el traslado de la sede de Mariquita a Santafé de Bogotá. Mutis decía que los mariquiteños eran muy fiesteros y dados a lanzar cohetes al aire y temía que cualquier día cayera uno sobre el techo de paja de la casa donde la Expedición guardaba las muestras de plantas y perdiera toda la colección en el incendio.
El virrey gobernó la Nueva Granada entre 1783 y 1791, Mutis murió en 1808 y su sobrino Sinforoso Mutis le sucedió en la dirección de la Expedición.
Los frailejones, aparte de su importancia en los ciclos del agua, son de una particular belleza, especialmente cuando las inflorescencias se ubican en círculo alrededor del tallo, como es el caso, por ejemplo, del Espeletia ocetana, especie recién descubierta en el complejo paramuno Ocetá-Siscuinsí, en Boyacá.
Al páramo de Ocetá, que se ubica en los términos de Monguí, lo declaré hace tiempo como el más bello de Colombia, sin perjuicio de otros igualmente bellos, porque ha de saberse que todo páramo es hermoso. Esos valles ubicados entre los 3.000 y los 4.000 metros de altura, poblados de ejércitos de frailejones como si fueran monjes encapuchados, tienen un innegable encanto y enloquecen incluso a las cámaras fotográficas. Solo Colombia, Ecuador y Venezuela poseen el tesoro de los páramos y de los frailejones.
Los páramos son fábricas de agua, de ahí su vital importancia para la vida.
El crecimiento de estas plantas es muy lento, un centímetro por año, de modo que algunos Espeletia uribei, que alcanzan 11 metros de altura en la cordillera Oriental, pueden ser contemporáneos del descubrimiento de América.
Y verlos reducir a cenizas en pocos minutos duele al alma de los colombianos y más al alma de los frailejones; con todo, ya se ha visto que algunos están renaciendo de los carbonizados tallos, como el ave fénix, en páramos de Boyacá. Es el triunfo de la vida sobre las inclemencias de la naturaleza y sobre la barbarie de los humanos.
Además de ser los campeones en número de páramos en el planeta, nos enorgullecemos de poseer el páramo más extenso del mundo, el de Sumapaz, que junto con el de Chingaza 'atenaza' a la sabana de Bogotá y le regala el precioso don del agua, de la vida.
Algunos afiebrados ecuatorianos pretenden que el páramo del Ángel, ubicado en el centro norte de su país, es el más grande del mundo. Pero, para desengaño de los hermanos ecuatorianos, los números son categóricos. Nuestro Sumapaz mide 1.780 kilómetros cuadrados, o sea, 333.420 hectáreas. El páramo del Ángel mide escasas 15.715 hectáreas. Las matemáticas sí son importantes, y no como dijo cierto funcionario colombiano.
Hay dos plantas paramunas fundamentales en el nacimiento del agua: los frailejones y los musgos. Estos últimos, llamados comúnmente "sphagnum" y de los cuales existen numerosísimas especies, tienen el poder de retener hasta 20 veces su peso seco en agua. Por ello arar en los páramos para sembrar papa, por ejemplo, es realmente cometer una barbaridad porque aparte de acabar con los frailejones se destruyen los musgos, que además de retener el agua la van soltando despacio y por ello los ríos que nacen en los páramos y se engruesan al bajar por los bosques de niebla prácticamente nunca se secan. Los páramos son fábricas de agua, de ahí su vital importancia para la vida.