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Caballero no ponía a nadie en las nubes. Para él, no había nadie intocable.

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No obstante mi doble parentesco con su padre, Eduardo Caballero Calderón, no pertenecí al selecto grupo de amigos y contertulios del inolvidable e insustituible escritor Antonio Caballero, tan elogiado y lamentado en estos días por su triste desaparición. Con toda razón, radio, periódicos, revistas, noticieros de TV y otros medios de comunicación elogiaron y destacaron el legado de Caballero como historiador, escritor, periodista y caricaturista. Y también como crítico taurino; muy aficionado a los toros, sus comentarios eran muy eruditos.
(Lea además: Historia patria)
Detrás de sus interesantes artículos, en los que a menudo destilaba hiel, Caballero era un hombre tímido, sencillo, y quizás irascible por ser muy exigente. Como periodista era una cuchilla. Pocas veces encontraba qué elogiar. Pero a la hora de descubrir chanchullos y señalar responsables era demoledor. Para Caballero, no había nadie intocable. Echó hasta contra el papa Francisco.
Con humor negro y con ácidos y punzantes comentarios, se llevaba por delante a cuanto personaje –hombre o mujer– delinquiera; y a quienes, por cualquier circunstancia, le cayeran mal. Era particularmente crítico con los personajes nacionales: presidentes de la república, ministros, diplomáticos. Con los jefes de los partidos políticos y con los congresistas de todas las corrientes, a veces era implacable. Exigente con quienes tenían poder, era inflexible cuando fallaban o faltaban. Como auténtico liberal, no de partido, sino por sus convicciones y su manera de ser y de pensar, fue ácido crítico del Centro Democrático y del expresidente Álvaro Uribe, su fundador y eterno director. Un caudillo tan poderoso que trajo de EE. UU. a Iván Duque, le abrió curul en el Senado y luego lo llevó a la Presidencia.
Caballero no ponía a nadie en las nubes. Para él, no había nadie intocable. Simple y llanamente, el periodista no le rendía pleitesía a nadie. Pero sí tenía más iradores y seguidores que muchas de las celebridades. Desde luego, no le faltaron críticos ni detractores. No a todo el mundo le caía bien el ácido periodista; a muchos les molestaban sus comentarios, algunos cargados de mala leche. Tuvo muy buenos amigos, muchos iradores, aunque tampoco fueron pocos sus enemigos y contradictores. Pero estos no le quitaban el sueño. Releyendo varios de sus artículos, algunos parecen campos de batalla. No dejaba títere con cabeza.
Da tristeza pensar que Antonio Caballero se fue para no volver. Duele saber que no volveremos a oír esa voz, a veces imperceptible.
Caí en las redes de Caballero cuando escribió en El Espectador que a mí me habían botado de la Secretaría de Información de la Presidencia. Recurrí a José Salgar, subdirector del periódico, para que le aclarara que nadie me había botado. Había renunciado por mi cuenta y riesgo, en carta enviada al presidente Alfonso López, por no compartir novedades del oficio propuestas por una funcionaria recién llegada. Salgar me hizo el favor de explicarle el rollo a Caballero, y ahí paró todo. Nunca habló conmigo del tema, pero sí supo que lo que había escrito sobre mí era falso.
Años después conocí a Antonio con motivo del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, propuesto en 1976 por Ivonne Nicholls y patrocinado desde siempre por Seguros Bolívar, compañía dirigida entonces por José Alejo Cortés. Yo era miembro del jurado calificador, presidido por Carlos Lleras de la Fuente. A la hora de otorgar el premio a Toda Una Vida, Lleras propuso a Antonio Caballero. Todos los jurados estuvimos de acuerdo, y Antonio Caballero merecidamente ganó el premio en reconocimiento a su extensa trayectoria en el oficio.
Así conocí finalmente a mi destacado pariente. Últimamente, lo veía y lo oía los domingos en mi computador, en el programa Los Danieles, de Daniel Coronell, Daniel Samper Pizano y Daniel Samper Ospina. Y volví a verlo en Anapoima, hace no mucho tiempo. Estaba con Enrique Santos, su gran amigo.
Da tristeza pensar que Antonio Caballero se fue para no volver. Duele saber que no volveremos a oír esa voz, a veces imperceptible. Comparto el dolor de su hija, su familia y sus miles de seguidores y iradores. Paz en su tumba, como dicen los sacerdotes católicos.
LUCY NIETO DE SAMPER
(Lea todas las columnas de Lucy Nieto de Samper en EL TIEMPO, aquí)

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