El atroz asesinato del ciudadano afrodescendiente George Floyd, cometido en Minnesota por un policía gringo, despertó la ira de su comunidad, de su estado, de su país y del mundo. Porque fue evidente que el oficial actuó con rabia y sevicia. No por la gravedad de la falta posiblemente cometida, sino porque la piel del ciudadano era negra. Por esa razón, no para castigarlo, sino para acabar con él, lo echó al piso. Y durante más de 8 minutos presionó con su rodilla el cuello del hombre hasta dejarlo muerto. Porque tener la piel negra es, en amplios sectores de ese país, una mancha que tantos otros, como ese policía, se esfuerzan en borrar.
Aunque este doloroso episodio ocurrió hace varias semanas, y ya fue difundido por los medios con todos los detalles, lo traigo a cuento para seguir meditando sobre el dolor de la muerte. No solo sobre la muerte que toca, cuando a un ser querido le llegó la hora –hora que tarde o temprano nos llegará a cada uno–, o sobre la muerte violenta de tantos líderes sociales vilmente asesinados por manos criminales, sino también sobre la muerte que en forma de coronavirus se está llevando, hora tras hora y día tras día, millones de víctimas. No solo en este país, sino en todas las regiones del mundo.
Me ha impresionado que, en términos de pandemia, los millones de personas que mueren a diario en este perro mundo sean identificadas en todos los países solamente como cifras. Cifras que, por lo visto, solo han servido para abultar las estadísticas. Oficialmente, todos esos muertos no aparecen en las noticias con nombre propio. Mueren al día tantas personas que resulta mucho más fácil contabilizarlas que identificarlas. Pero detrás de cada uno de esos muertos existe una familia que ha quedado destrozada.
Esta pandemia, que tiene postrado al mundo, causa hora por hora millones de víctimas. Además de ser infinito dolor familiar, hoy la muerte es una tragedia
universal.
El aumento de las víctimas de la pandemia me ha puesto a pensar en el dolor que deben de estar sintiendo los millones de familias que han tenido que enterrar a sus seres queridos en medio de la soledad obligada. Pues se han prohibido las reuniones de más de diez personas, para tratar de evitar aglomeraciones que puedan contribuir a multiplicar el contagio con ese peligroso virus.
Pero, culpa de ese aislamiento obligatorio, nuestros seres queridos se han ido de este mundo casi solitarios. Sin ceremonia alguna, sin una misa –para quienes han sido católicos–, solamente con ocho parientes, con dos amigos y muchas veces sin una flor porque las floristerías han estado cerradas. Algunos, antes de morir, eso era lo que habían escogido: ni ceremonias, ni flores ni nada. Pero, para sus deudos, tanta soledad ha contribuido a hacer aún más triste esa irreparable partida. Pues, en circunstancias tan dolorosas, cómo reconfortan la presencia y los mensajes de parientes y de los amigos.
Esta pandemia, que tiene postrado al mundo, causa hora por hora, millones de víctimas. Además de ser infinito dolor familiar, hoy la muerte es una tragedia universal. Los muertos se acumulan en los cementerios. En muchos casos entierran varios cadáveres en una misma fosa. Por eso, millones de personas se han ido del mundo sin un adiós ni un hasta luego.
Por lo tanto, la identidad personal de estos muertos no se divulga. En reportes oficiales y periodísticos, los muertos no figuran con nombre propio, sino porque son cantidad. Porque, en esta pandemia, que tiene postrado al mundo, la muerte lleva las de ganar. Como dije al principio, estos muertos se han convertido en datos que abultan las estadísticas.
Pero, como escribió Antonio Caballero en su novela Sin remedio –cita de EL TIEMPO, 18 de junio–: “La muerte no se escoge. A ella se llega acorralado por la propia vida”.
Un millón de gracias por las muchas manifestaciones de solidaridad que recibimos en mi familia por la dolorosa partida de mi hijo Alejandro, un ser maravilloso, excepcional, también querido y irado por sus muchos amigos. Como escribí en otra ocasión: la solidaridad es muy importante, sirve mucho y cómo se agradece.
Lucy Nieto de Samper