En Colombia llegamos sistemáticamente tarde. No solo a ver las realidades que nos saltan a la vista por todas partes –a eso también llegamos tarde–, sino también a lo más básico, que es llegar a tiempo a una reunión de trabajo, a un evento, a una reunión con amigos. Somos incapaces de llegar a la hora que nos han convocado aun cuando la tengamos registrada en nuestras agendas con meses de anticipación. Realmente no pasa solo en Colombia, es una mala costumbre latinoamericana. Los amigos extranjeros que nos soportan nos invitan a una hora distinta de la que esperan vernos llegar porque saben que llegamos a “hora colombiana / hora mexicana”. Hemos normalizado llegar tarde, y está mal.
Respetar el tiempo de los demás es una de las formas esenciales del respeto por el otro y también una de las piezas fundamentales en el engranaje que permite a las sociedades funcionar con eficiencia y productividad. El cumplimiento de un plan de trabajo, por ejemplo, depende críticamente de respetar los tiempos previstos y, por supuesto, de prever en la planeación los riesgos de retraso que estén por fuera de nuestro control. Tiene que ver con el cuidado por no trasladar a otros nuestra falta de previsión e impactar su desempeño. Con acordarnos de que todos estamos conectados. La empresa que retiene el pago de un proveedor que ya ha prestado su servicio o entregado su producto más del tiempo previsto es otro ejemplo de un mal manejo del tiempo donde se invisibiliza al otro. Cada cual en su tiempo, olvidando que cada movimiento individual hace parte de uno más grande, y que involucra e impacta a los demás.
Respetar el tiempo de los demás es una de las formas esenciales del respeto por el otro y una de las piezas fundamentales en el engranaje que permite a las sociedades funcionar con eficiencia
En los países en los que todo funciona como un reloj –son unos pocos, sí–, las reuniones no se extienden por fuera del horario programado, las agendas se planean y se cumplen, las personas no consultan su chat ni interrumpen la reunión para responder llamadas mientras están reunidas, y los participantes llegan a tiempo. Los funcionarios no dejan a otros esperando porque los llamó su superior de urgencia. Porque no pasan tantas urgencias cuando se planea bien y el tiempo de los demás se respeta. Y la gente trabaja horarios normales de ocho horas al día o menos, salvo en coyunturas excepcionales. No se presume que el trabajador esté disponible 24/7.
En Colombia llegamos sistemáticamente tarde, pero nos enfurece cuando otros nos hacen esperar. A menos que se trate de esperar a alguien que iramos o queremos, o una persona en quien reconocemos algún tipo de superioridad jerárquica. Ahí nos llenamos de paciencia para esperar. Esta manera de funcionar es un arma de doble filo, porque el poder con frecuencia abusa. Llegar tarde puede ser una demostración de poder. Hago esperar a otros porque puedo. Una interpretación provinciana –un desperdicio del poder–. Los grandes gerentes, los grandes mandatarios llegan a tiempo. Los mejores se anticipan. Saben antes que los demás dónde está el problema y cuál es la respuesta o cómo encontrarla. Son más ordenados y tienen una disciplina impecable de trabajo. No improvisan.
Llegar tarde tiene un efecto dominó. A veces uno llega tarde y no pasa nada. No han servido y los amigos están. Pero muchas veces la llegada tarde se lleva a cuestas a los demás. Se pierden vuelos y buses o citas médicas, se les incumple a los hijos porque alguien más llegó tarde o porque la reunión se extendió más de la cuenta.
Respetar el tiempo de los demás es un hábito en las sociedades más desarrolladas, que se traduce en bienestar y productividad. Un hábito para enseñarles a nuestros niños, y para aprender o reaprender como adultos. Nos hace falta en todos los oficios, sin distinción de género, raza o grupo social. “La atención es la forma más rara y pura de la generosidad” dice la filósofa sa Simone Weil. Llegar a tiempo es una forma de poner atención. El prerrequisito para poder hacerlo.
MARCELA MELÉNDEZ