Emprender un viaje para construir la vida en un lugar distinto, dejando atrás familia, redes de amistad y de apoyo, es siempre un poco desgarrador. Incluso cuando del otro lado espera la promesa de un futuro mejor. Ni se diga cuando la partida es la única opción en defensa de la supervivencia, las ideas o la vida misma. Las personas migrantes van todas, en alguna medida, hacia lo desconocido. Comparten el valor que hay en eso.
“Para mí, migración significa movimiento. Hubo conflicto y lucha. Pero de la lucha vino un tipo de poder e incluso belleza”. Son las palabras de Jacob Lawrence, autor de una maravillosa serie de 60 pinturas en formato pequeño que retratan la Gran Migración de población negra del sur al norte de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX. Cada pintura lleva una breve leyenda. La número 43 dice: “... los líderes de las comunidades negra y blanca se reunieron para discutir formas de hacer del sur un buen lugar para vivir”. Y la última dice: “Y los migrantes seguían llegando”. Pienso en América Latina y el Caribe, con sus 15 millones, mal contados, de personas migrantes y la velocidad a la que crece este número. Un movimiento sin precedentes entre países, de personas que buscan una oportunidad distinta. Y el reto de encontrar formas para hacer de nuestros países buenos lugares para vivir, con todo lo que eso significa.
La semana pasada se reunió por primera vez la Red de Migración de la Sociedad de Economistas de América Latina y el Caribe (Lacea), una red de investigación que nace como una invitación a profundizar en el análisis del fenómeno migratorio y de las respuestas de política pública en la región. Hasta ahora, la producción de conocimiento se ha concentrado en la migración que reciben los países desarrollados, por la calidad de las bases de datos disponibles. Dinamarca, por ejemplo, tiene registros istrativos que permiten rastrear a las personas migrantes desde su llegada hasta 15 años después. En nuestros países, en contraste, solo es posible rastrear a los inmigrantes que consiguen un trabajo formal, que son pocos, en contextos donde la mayoría de los trabajadores locales tampoco se encuentran en los registros istrativos.
Un movimiento sin precedentes de personas, y el reto de encontrar formas para hacer de nuestros países buenos lugares para vivir, con todo lo que eso significa.
Aprendimos, por ejemplo, que la posibilidad de trabajar legalmente les permite a las personas migrantes en Estados Unidos cortar de manera menos severa los lazos con su país de origen y su cultura; que en Chile los jueces parecen discriminar contra los inmigrantes a la hora de emitir sus juicios; que la emigración salvadoreña se explica en parte por la forma como se reorganiza la actividad agrícola para sobrevivir a los choques climáticos; que a los electores en Colombia parece darles igual que se regularice a los inmigrantes venezolanos; que los consulados de México carnetizan a los mexicanos que llegan, legal o ilegalmente, a Estados Unidos, con lo cual existe una base de datos tremenda que permite estudiar la migración mexicana a ese país; que una herencia del fascismo en Italia parece ser un trato menos humano con los trabajadores migrantes. Para darles una idea sobre las cosas de las que se habló. La última me parece escalofriante, porque la persistencia de las ideologías significa la dificultad para permitir la entrada de nuevas visiones e ideas. Y, aunque en contextos distintos, resuena demasiado con la polarización política actual en el mundo.
Pero tal vez lo más importante haya sido confirmar que viene una capa de investigadores más jóvenes que reconocen la migración como un fenómeno central en el momento de la región y del mundo, y quieren con su trabajo informar las decisiones de política para ayudar a mejorar el mundo. Hay un trabajo cuidadoso e importante ahí al que hay que ponerle atención. Y una buena sorpresa: fue mi primera reunión académica con una mayoría abrumadora de mujeres.
MARCELA MELÉNDEZ