Entre la sala y su habitación se acumulan cajas de pizza, latas vacías de cerveza y pantallas de computador inservibles. El clóset está lleno a reventar de camisas, medias y bóxeres sucios. En las patas de la cama se ve un polvillo blanco: veneno para chinches y pulgas. El único espacio libre de todo el apartamento es la silla del escritorio y el teclado del computador. En el suelo del baño alfombrado hay mechones de pelo, una rueda de bicicleta y un frasco de líquido para lentes de o. Todo el apartamento está invadido de objetos, como si se tratara de un vertedero de basura. La cocina está bloqueada por capas de platos sucios y botellas de bebidas energéticas desde donde las cucarachas salen despavoridas en las pocas oportunidades en que se enciende la luz.
El joven que vive allí es uno de los tantos casos en Estados Unidos de acumulación compulsiva de objetos, característica de naciones que consideran el consumo un valor. Países como este preparan a sus jóvenes con un espíritu competitivo que hace colapsar psicológicamente a quienes no cumplen las metas trazadas. Es tal la presión que muchos hombres pierden el sentido de su propia identidad y caen en la acumulación obsesiva de objetos, lo cual se mezcla con la ansiedad que les produce interactuar con otros individuos, de modo que sus objetos son sus únicos compañeros.
Este desorden refleja el deterioro de sociedades ‘desarrolladas’ donde, muchas veces, los objetos compiten con las relaciones afectivas. O las reemplazan.
Este es el cuarto trasero del consumismo: un desorden mental de aquellos que pueden costear la compra frecuente —y fuera de control— de todo tipo de ículos, por la sola satisfacción de poseerlos.
Comprar les produce una satisfacción similar a la que tendría salir de paseo con amigos o parientes, o un encuentro de toda una tarde en un café con amigos de la universidad, cosa poco frecuente en sociedades individualistas como la estadounidense. La imposición social del consumo como valor supremo es la base de esta pirámide que afecta a individuos a tal punto que el único objetivo en su vida es comprar cosas. Llega un punto en que invierten toda su energía en la acumulación compulsiva de aparatos electrónicos o simplemente basura.
Este es el cuarto trasero del consumismo: un desorden mental de aquellos que pueden costear la compra frecuente —y fuera de control— de todo tipo de ículos, por la sola satisfacción de poseerlos. Valdría la pena preguntarse si la compra de cientos de tacones —como lo hace la cantante Mariah Carey— no es también un tipo de acumulación compulsiva o ‘hoarding’. ¿Será que solo aplica para esos jóvenes de clase media que convierten sus apartamentos en basureros o también para las celebridades que se dedican a acumular más objetos de lujo de los que pueden llegar a utilizar en su vida?
Sin caer en discursos nueva era, sí es necesario replantear esa carrera sin descanso que se les impone a estos hombres y mujeres que dedican los mejores años de su vida a escalar esa apoteósica pirámide social sin tener un respiro hasta cuando ya se les acercan los años de la jubilación. La casa de medio millón de dólares, la cerca blanca, los niños, la esposa con cintura de avispa, el salario de 200.000 dólares al año son un objetivo que contribuye al aislamiento de los individuos y a una competitividad que en lugar de unir a la comunidad, la deteriora.
Convertir la vida en un maratón de 60 años sin detenerse a oler las rosas, a leer una novela tumbado en una hamaca y a valorar lo que se tiene no puede sino enfermar a los que alcanzan la cima y a los que se quedan rezagados. Los acumuladores compulsivos son un campanazo de alerta que es necesario escuchar. Si no, nos seguiremos preguntando atónitos por qué exitosos empresarios se lanzan desde un puente en San Francisco o se arrojan al metro en una estación de Nueva York.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE