Comenzó a eso de las seis de la tarde del sábado 25 de julio de 1992, y terminó a las seis de la mañana del día siguiente. Ante el equívoco del título de esta columna, debo aclarar que de ninguna manera se trató de un encuentro parecido en nada a los muchos que tuvo Escobar con la diva Virginia Vallejo. Sino de una extensa conversación telefónica, desencadenada por la visita a mi casa, esa mañana, de la inolvidable periodista investigadora Gloria Congote, la querida Glorita, con esta frase: “María, tengo la chiva”. En mi calidad de codirectora de QAP me contó que Escobar se había volado de la cárcel de la Catedral vestido de mujer, a través de un alambrado, después de haber distraído a un pobre soldado con un plato de lentejas.
Cuando todo el mundo buscaba a Escobar en los túneles supuestamente construidos bajo la cárcel, consideré importante contarle al país la noticia; pero como QAP no emitía los sábados, pedí permiso al presidente Gaviria para interrumpir la programación; me lo negó.
Se me ocurrió, entonces, buscar a dos colegas que pudieran transmitir la noticia. A Enrique Santos lo encontré en un campo de golf y muy amablemente aceptó que nos reuniéramos de inmediato en casa de Juan Gossain, a planear la estrategia. Como RCN era inmediato, el recordado y iradísimo Juan echó un extra. Al día siguiente, EL TIEMPO desarrollaría la noticia. No pasó mucho tiempo antes de que de la emisora le avisaran a Juan que Pablo Escobar lo estaba llamando. Juan aceptó pasarle; para su sorpresa, Escobar expresó su indignación por la versión de que se había volado disfrazado de mujer. Exigió inmediata rectificación. Juan quedó con Escobar en volver a hablar en un rato y extrañamente, para identificar que en realidad era el capo el que lo llamaba, le pidió que en adelante se identificara con el santo y seña de “azul”. Suena un poco absurdo. Y cuando Juan lo comprendió así, le pasó el teléfono a Enrique Santos.
Este lo abordó de manera distinta. En su siguiente llamada le pidió recordar dónde se habían conocido. Escobar no lo dudó: en una tasca madrileña, al calor de unos vinos, en compañía de Alberto Santofimio que llevó a Escobar, con motivo de la posesión de Felipe González. Hasta Antonio Caballero estaba presente. A Enrique también lo incomodó recordar detalles de esa noche y me entregó el teléfono a mí.
De ahí en adelante pasé toda la noche en compañía de mis dos amigos negociando muy interrumpidamente, por motivos de seguridad, una posible entrega de Escobar; pero en tan delicada conversación con el sangriento capo, pues decidimos ponernos en o con el presidente Gaviria para repetirle cada una de las condiciones que iba imponiendo Escobar, lo cual, de mi parte, resultó la vuelta del bobo, porque ya Palacio tenía chuzada las llamadas que yo reproducía tontamente con la mayor exactitud.
En resumen, intentaba convencer a Escobar de que se entregara, ayudándose de las leyes de sometimiento que se habían expedido durante el gobierno Gaviria, que le garantizaban la no extradición y le otorgaban bastantes beneficios penales. Le pedía que pensara en sus hijos y le decía que no conseguiría mejores condiciones. Él me pidió que le transmitiera al Presidente la imposibilidad de que lo recluyeran en una cárcel urbana porque temía por su vida. Si mal no recuerdo, llegó a proponer que fuera en algún lugar cerca de Buenaventura, custodiado por la Armada Nacional. El Gobierno respondía muy duro ante cualquier condición que Escobar pretendiera imponer. A las 5 a. m. Escobar dijo que tenía que colgar porque lo estaban rastreando. Se movía en un taxi. Quedamos en continuar la conversación al otro día.
Ya tranquilos, reflexionando, los periodistas concluimos que ni era nuestro papel, ni nuestra especialidad, negociar entregas de un capo; nos dirigimos a muy tempranas horas a Palacio a comunicárselo personalmente al Presidente de la República, pidiéndole nuestro relevo. Por mucho que lo he intentado, no recuerdo a quién le confió el entonces presidente la labor de seguir en o con Escobar, en búsqueda de un acuerdo de entrega.
Otro día, más adelante, reuní a un grupo de amigos en la casa con la intención de que oyeran el casete (aún se usaba tal vejestorio) de la conversación entera. Comenzaba a rodar, cuando nos llamaron al almuerzo. Y pasó algo muy misterioso. Juan Gossain se levantó, se fue a la sala, secretamente sacó el casete, se lo llevó, y hasta el sol de hoy.
Por eso desautorizo la publicación de cualquier segmento, pedazo, frase de dicha conversación, porque el Gobierno quedó con su copia, Gossain con la suya y no respondo por la cadena de custodia de su integridad, además de que el contexto desconocido de tal conversación de mi noche con Pablo Escobar es complejo e indivisible, tal cual como lo acabo de relatar.
MARÍA ISABEL RUEDA