No me sorprendió que uno de los de la sala que otorgó la amnistía a la ‘Mata Hari’ de las Farc, Marilú Ramírez, quien introdujo el carro bomba a la Escuela Superior de Guerra en 2006, dejando 23 heridos entre civiles y militares, sea un magistrado hoy incrustado en la JEP que alguna vez fungió como abogado del entonces cabecilla de las Farc, Rodrigo Granda.
No sintió la más mínima necesidad de declararse impedido ante algo que suena tan supremamente cruel. Que la JEP considere que este hecho terrorista está enmarcado en un acto legítimo de guerra, ya que se trataba de una instalación militar (falso. Allí convivían estudiantes militares y civiles) y que tuvo en cuenta la “proporcionalidad” (falso. Los estudiantes fueron atacados con ‘tanta proporcionalidad’ que el tanque de gas que llevaba el vehículo quedó incrustado en la ventana del tercer piso de la Universidad Militar). Incluso, la ‘Mata Hari’ posó como estudiante civil para introducir el carro bomba a la escuela.
Me preocupa el futuro de la guerra en Colombia con el Eln, disidencias y bandas ilegales, que ya tienen un ejemplo de cómo atentar contra los militares bajo un futuro amnistiable. Que los cojan en sus universidades, en sus hospitales, en sus clubes sociales, en restaurantes, porque en ninguna de estas actividades, según la JEP, los militares pierden su estatus de blancos de guerra legítimos, a quienes de un plumazo elimina como víctimas, así no estén en modo combate.
A eso se suma la rebelión que, encabezada por Ingrid Betancourt, protagonizaron varios exsecuestrados esta semana a través de sendas cartas a la JEP en las que se quejan básicamente de tres cosas. Una, que los tratos crueles e inhumanos, como las cadenas al cuello, los justificaron los propios secuestrados, culpables con sus intentos de fuga. Dos, que la humillación de obligarlos a hacer sus necesidades frente a testigos de la guerrilla no tenía otra razón que protegerlos. Y la tapa: que un organismo que garantiza VERDAD, justicia, reparación y no repetición ande con eufemismos inisibles llamando al secuestro “retención”. Si un juez investiga la ocurrencia de un secuestro, eso es precisamente lo que está investigando, un secuestro, para establecer el grado de responsabilidad de su autor. Pero hasta en eso les dieron gusto a las Farc en la negociación de La Habana. Les aceptaron exigir una ley que obligara a la Fiscalía presentar ante la JEP sus informes sobre secuestro y otros delitos, excluyendo de ellos las tipologías del Código Penal, dizque “para no prejuzgar ni condicionar las investigaciones de la JEP”. ¿Habrase visto una hipocresía mayor? Prejuzgar sería si la JEP, antes de investigar la comisión de un delito, resuelve que alguien es culpable. Prejuzgar nunca será llamar al delito que se investiga por su nombre correcto, con el objeto de establecer si determinada persona cometió precisamente ese delito.
Y lo último de lo último es la ridiculización de la JEP que hace la petición de doña María Eugenia Rojas y sus hijos Samuel e Iván, llenos de condenas por su participación en el ‘carrusel’ de corrupción que desfalcó a Bogotá. Si alguien se acoge a la JEP, es en principio porque está dispuesto a reconocer alguna responsabilidad en el conflicto. No, como se está utilizando, para que mandando una cartica en la que se solicita isión en la jurisdicción, esta produzca facilísimo una boletica de liberación del reo. Por eso hay más de 13.000 solicitudes de sometimiento a la JEP: la tienen de violín prestado para salir de la cárcel. Esto ha pasado con varias personas, entre ellas el excongresista Álvaro Ashton, investigado por el ‘cartel de la toga’ y por mantener relaciones sexuales indeterminadas con menores, que no se ve qué tiene que ver con el conflicto.
En conclusión: si la JEP es el tribunal de la verdad, debe usar los nombres de los delitos como son. De lo contrario, esta tergiversación, que está estudiando secuestros en un sentido deliberadamente incorrecto, se convierte en una felonía lingüística que tiene que ofender profundamente a los secuestrados. Es inisible que ahora las víctimas tengan que aceptarles a las Farc que su encadenamiento tenía por objeto, por ejemplo, salvarlos de los ríos del tráfico automotor urbano, resguardándolos a la fuerza en la selva. Y, como dice Ingrid Betancourt, cuando llegue el momento de investigar los asesinatos de las Farc, nada de raro tendría que el capítulo sea bautizado, para no prejuzgar, ‘investigación por supresión de actividad física permanente’, mientras se condena al asesino.
¿Esto no se está pareciendo cada día más a un circo?
Entre tanto... 212.000 hectáreas sembradas de coca en Colombia. Mejor dicho, en Cocalombia.
MARÍA ISABEL RUEDA