La Colombia de hoy no se parece a la de los albores del siglo XX ni en el territorio que ocupa, que podría contraerse aún más en La Haya, malhaya. Ojalá Colombia imponga sus razones. Y así, el país no puede equivocarse votando en efervescencia o hastío, y menos prefiriendo titulares, antes que contenidos; resentimiento, antes que conciliación, o un modelo económico sensato, por el centralismo soberbio de un Estado de izquierda que, sin excepción, empobrece, exilia y envía al último círculo del infierno a los estudiantes, y a sus sueños, más abajo. La lucha no es de derechas o izquierdas, es de derechos esenciales, modelos económicos y sentido común.
Si se elige un sistema político de izquierda radical, como en la vecina Venezuela, quizás serán estas las últimas elecciones libres en décadas, porque el querer de un líder mesiánico, ver Chávez y Maduro, “demócratas radicales”, debe pisotear la Constitución para perpetuarse. La diritta via que aleja de ese infierno es la democracia participativa. Ni Cuba ni Corea del norte, sino una Colombia libre, progresista, equitativa, afortunadamente, donde hay caos hay esperanza, y en Colombia sí que los hay. Veamos:
Los diversos tonos de la policromía del abanico de candidatos representan a un país más urbano que rural, más conectado que aislado, más diverso que bicolor; más educado que ignorante y que, sediento de solidaridad estatal, de diálogo y transparencia, saturado hasta los tuétanos con la corrupción, los privilegios inmerecidos, axiomas de las marchas, está maduro para cambios. Lo que está por verse es la sindéresis de ese voto joven y del país entero, que protestará en las urnas como viene haciendo en otros escenarios.
Saltar en plancha a las bayonetas caladas de la trinchera electoral demanda valentía, y ojalá una ilusión real de cambio.
Esta nación –ahora urbana y ambientalista, tolerante y exigente, aguerrida y cívica, democrática e indómita– comparte territorio con una minoría narcotraficante, contrabandista, vandálica, criminal, anárquica, violenta, y desde estos mundos, no siempre paralelos, saldrá una democracia renovada o una tiranía sin precedentes. Esta nación votará, como dice Uribe, ya no por el que diga Uribe, dándole de nuevo la razón, oh ironía, sino por alguno de los siguientes candidatos:
Si las elecciones las decidiera un cazatalentos, el presidente sería Peñalosa, entre otros motivos, por su probada capacidad de ejecución. Su reto principal está en lograr la difícil alquimia de transformar hechos en elocuencia electoral y votos. Fajardo y Gaviria, con origen común en la academia, no en las toldas partidistas, salen bien situados en el partidor. Su dificultad estará en saber cuándo y con quién tejer alianzas. Echeverry y Gutiérrez, capaces, cálidos quizás, por ahora, mejor apoyando una alianza, remando unidos por un mejor país, mientras llega su turno. Zuluaga, por quien el corazón grande se inclinará, tiene con qué gobernar; su reto está en ese aval que en el país actual es también un estigma.
Petro rivaliza como adjetivador con el incendiario Laureano Gómez y como titulador con Juan Carlos Pastrana, oh paradoja, y así podría ganar. Las redes, como antes las plazas públicas, tragan enteros sus delirios económicos: cesar la explotación petrolera, imprimir billetes, la democracia radical de Chávez, léase: Venezuela en esteroides.
Saltar en plancha a las bayonetas caladas de la trinchera electoral demanda valentía, y ojalá una ilusión real de cambio sea la que inspira a los noveles entrantes a la carrera presidencial. En este punto de inflexión de la vida política colombiana, o bien una nueva generación le recibe la posta a un presidente joven y ejecutivo para seguir forjando una patria para todos, una más solidaria con esa nación de a pie que a penas y apenas sobrevive en trincheras cavadas con las uñas, o se impone un experimento ideológico como el venezolano y se acaba la historia de Colombia democrática.
MAURICIO LLOREDA