Desde distintos sectores de la izquierda, la frentera lo mismo que la vergonzante –esa que no acepta que es izquierda–, han surgido voces, casi al unísono, molestas porque reporteros y columnistas nos ocupemos de la tragedia que vive Venezuela, tras dos décadas de desastrosa y corrupta istración chavista y de socialismo del siglo XXI. Que no miremos para allá, que más bien miremos nuestros problemas, que dejemos de hablar de temas internacionales y más bien nos preocupemos de los nacionales.
Empiezo por el final: pocos problemas son hoy más colombianos que la catástrofe en que está sumida Venezuela. Lo atestiguan un millón de refugiados que, obligados por el hambre, la falta de medicinas, la inseguridad y la represión no solo de la fuerza pública que aún apoya al sátrapa Nicolás Maduro, sino de las bandas paramilitares que matan en las calles a los opositores, vinieron a Colombia en busca de protección, comida, salud y trabajo. En Cúcuta, y en otras capitales y municipios del oriente, así como del Caribe, la inmensa mayoría de los refugiados han llegado con poco o nada entre las manos, como protagonistas de una crisis humanitaria de enormes proporciones.
Pero eso no es lo único. Bajo la mirada cómplice –cuando no la abierta protección– del régimen chavista, el Eln mata en Colombia y se protege en Venezuela, al igual que numerosas bandas criminales más, entre ellas las disidencias de las Farc y algunos excomandantes de esta guerrilla que, temerosos de una extradición por haber persistido en delitos como el narcotráfico después de la entrada en vigor de los acuerdos de La Habana, han pasado la frontera para asegurarse la impunidad.
De modo que la crisis de Venezuela es un enorme problema colombiano, pues afecta de manera profunda la situación económica, social y de seguridad de nuestro país. Para negar algo tan evidente hace falta mucha ceguera o mucho cinismo.
¿Qué es lo que tanto le preocupa a la izquierda de la mirada atenta que le estamos echando a diario a Venezuela? Que cualquiera que mire para allá se da cuenta de este nuevo y estruendoso fracaso del modelo socialista, que se suma al de la Unión Soviética y sus países satélites en Europa del Este, al de Cuba, al de Corea del Norte. Se salvan China y Vietnam... porque se volvieron capitalistas.
El capitalismo dista mucho de ser perfecto: es más, está lleno de defectos, de injusticias, de abusos. Y la democracia liberal, sistema de gobierno por excelencia de las sociedades de libre mercado –aunque también hay dictaduras capitalistas, espantosas, crueles–, está plagada de fallas. Pero el socialismo y sus cacareadas dictaduras del proletariado han demostrado que matan y empobrecen más y que, a la hora de las injusticias, también son capaces de batir marcas. Si no me creen, pregúntenles a las decenas de millones de víctimas mortales del estalinismo.
Como bien dijo el jueves en estas páginas Thierry Ways, lo que ocurre en Venezuela no es culpa exclusiva de la ignorancia de Maduro. Él es apenas el protagonista del capítulo final –ojalá sea el final– de la tragedia que Hugo Chávez activó cuando barrió con los que sabían de petróleo en PDVSA y cuando acabó con la industria, la agroindustria y el comercio; en fin, cuando destruyó la economía y, de paso, las instituciones venezolanas.
Claro, siempre hay que recordar que Chávez llegó al poder por la prepotente y criminal corrupción de la dirigencia política de los partidos tradicionales venezolanos. Pero hasta en eso de la corrupción, el socialismo del siglo XXI fue peor. Por eso, a la izquierda le preocupa –y le avergüenza– que miremos hacia Venezuela: porque al hacerlo vemos lo que pasa allá y lo que podría pasar acá si esa misma izquierda llegara al poder en Colombia.
MAURICIO VARGAS