Con ocasión del Día de la Madre se espera que los hijos abracen a sus mamás, que las llamen, las celebren. Todo esto hace parte de un ritual cultural, un hecho dado, aceptado y asumido en una sociedad donde lo performativo nos define. Somos todo eso que hacemos. Todo eso que asumimos cierto, indiscutible.
La institución del Día de la Madre no solo se trata de felicitar a quien nos trajo al mundo, también es una fecha de gran interés comercial. Porque mejor comprarle un regalo, y ojalá sea algo bueno, y llevarla a almorzar, porque el amor se expresa en gasto, y mientras más caro el ramo, más te quiero. Y porque quiero a la mamá, hago como todos los demás. Dependiendo de la capacidad del bolsillo, el domingo en que los globos metálicos brillan en las vitrinas, también yo le mando flores a mi madre, le doy una caja de chocolates, un perfume francés o un viaje al Caribe. O al menos intentaría darle alguna de estas cosas si mamá aún estuviera viva.
Me sorprende la insistencia en el mensaje de ‘La mejor mamá del mundo’. Porque, como dijo mi amiga Ana Gabriela: “No creo haberme inscrito en esta competencia”. Me hizo gracia. Es verdad. Tampoco yo pensaba estarme matriculando en un concurso cuando decidí ser madre, ya sin ser joven y con más argumentos para no traer hijos al mundo que para tenerlos.
¿Y qué si cada una tiene su propia idea de lo que es ser una buena madre? ¿Dónde quedan las mujeres que eligen no tener hijos? ¿Cómo toman la fecha tantas en un país donde abunda el embarazo no deseado, o en aquellos lugares donde la maternidad es un hecho forzado? ¿Cómo celebran ese día las huérfanas? ¿Y aquellas que no pudieron ser madres aunque quisieron serlo? ¿Y las que perdieron a sus hijos? ¿Y los padres que han hecho de madres? ¿Y los hogares conformados por dos madres?
Nada de eso entra en la frase ‘la mejor mamá del mundo’. Tan vacía de sentido como repetida hasta el infinito. Fue mi amiga quien me hizo caer en cuenta de este eslogan competitivo expandido con la misma voracidad del capitalismo del siglo XXI.
Y como tantos rituales, nos los tragamos sin haber tenido el tiempo de masticarlos o rumiar su sentido. Uno de los grandes privilegios del presente debería ser la maternidad elegida libremente, solo para aquellas mujeres que decidimos embarcarnos en esta aventura de la vida sin presiones, normativas sociales ni regímenes financieros, morales, o religiosos que busquen llevarnos a todos por un único camino.
Lo cierto es que ser mamá no solo no es una competencia, tampoco nos hace mejores. Espero que nuestras hijas e hijos crezcan en la libertad y el privilegio de sentir que tanto la maternidad como la paternidad son solo una opción entre muchas otras más de experimentar el amor y la vida.
Porque no hay que olvidar que la familia como institución conformada por un hombre y una mujer, con sus hijos procreados biológicamente, ha sido hasta ahora el centro de la sociedad occidental moderna, corazón del capitalismo, motor de la religión, gasolina de la política. Por esto, si bien soy otra mamá más como cualquiera, disfruto del desayuno en la cama un día en que mis hijos se acuerdan de decirme que me quieren. Sin embargo, no me gusta la idea de conmemorar en masa, con los mismos mensajes, los mismos regalos y los mismos memes, una festividad que no deja de tener su tufillo a sermón de iglesia en su vocación por sentenciar una verdad como única e indiscutible.
Más que con un feliz Día de la Madre, como el que acaba de pasar, sueño con un mundo donde las madres sean felices. Mujeres que eligieron su camino entre muchos otros, mujeres que sabían en qué se estaban metiendo a la hora de traer un hijo al mundo, mujeres que asumieron sus errores y vulnerabilidades sin miedo ni rivalidad, mujeres que jamás esperaron ser mejores por ser madres y, mucho menos aún, ser las mejores entre todas las madres.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes