Nos hemos ido acostumbrando a repetir que vivimos en una distopía, que el futuro ya comenzó. Y, sin embargo, seguimos viendo series y películas donde el apocalipsis llega por causa de una bomba nuclear, de una invasión zombi, de una plaga o de una hambruna. Me pregunto por qué nos siguen entreteniendo las mismas historias que hace décadas se contaban con la idea de hacernos temer lo peor. La finalidad era entonces didáctica, hacernos reaccionar. Como cuando nos muestran imágenes de accidentes de gente que iba conduciendo embriagada o el aspecto enfermo de los drogadictos. El subtexto es bastante obvio: reacciona o vas a terminar igual que ellos.
¿Pero qué pasa cuando ya uno es un drogadicto o cuando ya se ha sufrido el accidente por conducir embriagado? Pienso que en ese caso seguir mostrando la misma imagen ya no tiene sentido. Pues algo semejante sucede con las narrativas apocalípticas en pleno 2022. Y es que se parecen escalofriantemente al mundo que vivimos. Hablan de pandemias (existen), cambios climáticos (también), peligros de bombas nucleares (que tampoco son ilusorias). ¿Acaso la finalidad didáctica de pintar el peor escenario posible para hacer que la gente cobre conciencia y reaccione sigue siendo efectiva en este contexto?
¿Sirve de algo alimentarnos de narrativas que reafirman nuestros miedos, nuestra confusión y nuestras peores pesadillas? Pensaría que no. Y que así como relatos tan antiguos como La Biblia, en su momento el manantial de donde beber un sentido de la vida, hoy carecemos de una narrativa que nos ayude a encontrar una historia común. Hartos de cultos religiosos utilitarios y tramposos, de la falsa empatía de populismos de toda clase y de promesas incumplidas del éxito como elixir de la felicidad, así como de la familia como última panacea, nos tumbamos derrotados con el control de la televisión a buscar una respuesta. Y ahí está: la confirmación de nuestra premonición fatalista con actores taquilleros luchando por sobrevivir en un mundo que ha perdido las claves para construir un anhelo compartido.
¿Será porque hemos perdido una idea de futuro por lo que nos encontramos tan desorientados? Todo está pasando a tal velocidad que apenas tenemos tiempo de ver pasar el presente continuo donde algo nuevo es remplazado por algo nuevo para a su vez ser sustituido por algo todavía más nuevo. No nos queda nunca tiempo de asimilar el desplome de transformaciones en el que vivimos sumergidos.
Vértigo es una palabra que define este estado de desconcierto sostenido en el que nos hallamos. Esa porosidad entre lo real y lo irreal es cada vez más expansiva, nos empuja a dudar de lo previsible. El escritor chileno Benjamín Labatut, en su ensayo ‘La piedra de la locura’, reflexiona sobre este asunto de la mano de autores como Lovecraft y Phillip K. Dick, entre otros. “A medida que la realidad muta, toma formas que desafían nuestra credibilidad”, dice Phillip K. Dick. “Desafían nuestra credibilidad” puede leerse también como nos hacen descreídos. Es decir que ya no creemos en la realidad. ¿Y qué sigue después de perder la credibilidad en la realidad? ¿Abandonarse a la locura? Acaso esa sea la respuesta más coherente para nuestros tiempos.
Labatut ha escrito ‘Después de la luz’, ‘Un verdor terrible’ y ‘La piedra de la locura’, tres libros donde la narrativa, la ciencia, la anécdota testimonial, la física, las matemáticas y la biografía parecen bailar a un ritmo y a una velocidad inclasificables, en un género literario que no se deja encasillar, pero que nos sostiene inquietos de la primera a la última página. Lo más parecido a un pensador universal, eso que antes se conocía como un humanista, Labatut se aleja de esa tendencia actual a concentrarse en el capullo hasta desangrarlo, y nos invita a perdernos con él en un bosque tupido e incierto de conocimientos, uno que en su sinsentido va encontrado algo parecido a una lógica propia.
MELBA ESCOBAR