“Debes devolver la lanía (la contra) para salvar el clan”… esta frase y su larga escena, en la película de Ciro Guerra y Cristina Gallego, Pájaros de verano, determina la mayor tensión de la trama del filme y, a su vez, define la perspectiva de sus espectadores: por un lado, los que se maravillan de estar presenciando una obra cinematográfica inédita, donde se relata el conflicto del tráfico de alucinógenos desde una comunidad indígena y, por otro, están los que se desilusionan de ver desperdiciada una oportunidad de crear una obra memorable entre el respeto de la esencia wayú y la serenidad de no caer en el lugar común de “lo sangriento”, propio del período de la marimba (mariguana) en La Guajira.
Cuando el guion gira alrededor de comunidades étnicas o desde las complejidades de la interculturalidad, el cineasta se enfrenta a verdaderos retos en torno a los hechos históricos, los conceptos antropológicos y a las posibilidades de ficcionar sobre la realidad sin distorsionarla hacia lo falso, “lo divertido” o lo inverosímil. El debate sobre este tópico no es nuevo y casi siempre conduce a respuestas tales como: ¡Vean cine documental si quieren tratamiento literal de las etnias! ¡El lenguaje cinematográfico implica amplias licencias de intervención para sacar un producto atractivo a todos!
Bajo estos parámetros de la discusión, me pregunto, como espectador guajiro y contemporáneo de los sucesos narrados en la película: ¿recrearon, los directores, muy conscientemente los viejos estereotipos del mundo wayú en su largometraje? ¿Sabían que iban a recorrer un terreno lleno de falacias y presunciones? Un ejemplo de ello: en la sociedad wayú el marido de la hija no ordena a la familia de esta, mucho menos le traslada conflictos de sangre.
Creería que un director de cine comercial se relamería ante los elementos de esta historia: exotismo, marginalidad y violencia atávica. Sin embargo, estos mismos atractivos le exigen, al cine independiente, una profunda concentración en el tratamiento, le reclaman una atención rigurosa en las singularidades para lograr la fluidez necesaria en la narración del filme; una narración fresca, como cauce de río, que nos presente otro ángulo de esa violencia predestinada y adherida a la piel: esa misma que se recibe por actuar de buena fe y que se da en defensa propia.
La trama de la película es fallida por la decisión de los directores de recrear una imprecisión histórica: la cultura wayú como protagonista del negocio de la marimba (mariguana). Nada más ajeno a los hechos reales: la esencia de la etnia wayú se mantuvo al margen de la estructura de este negocio ilegal.
La vigencia de la cultura wayú se debe a su inquebrantable filosofía de vida: la sacralidad del eje tierra-mujer-clan es por ello que la reconocida capacidad de resistencia del wayú no solo consiste en dominar las dificultades ambientales, sino también en la sabiduría del justo control ante toda transacción en la interculturalidad. Todo aquello que sobrepasa la capacidad de control en relación con su tierra y a su linaje, el wayú no participa, no arriesga el invaluable patrimonio de su singularidad colectiva. Esto explica la legendaria sobrevivencia del pueblo wayú a la época de la conquista y la colonización española, permite comprender su resistencia y superación ante las fuertes intervenciones del Estado y, aún más, a las arremetidas de los paramilitares en sus territorios.
El arte como interpretación libre del mundo no debe asumirse como un acto de cortesía a un pueblo –mucho menos cuando este no lo ha pedido–, debe ser una manifestación de creación originaria que exige un desnudamiento y señala una iluminación. El filme Pájaros de verano resultó revestido de muchos retazos (falacias culturales), que distorsionan el arte de vivir del pueblo wayú.
Miguelángel Epeeyüi López-H