Una noticia curiosa apareció hace días en casi todos los medios. Un guarda en el centro Yeltsin en Ekaterimburgo dibujó ojos a unas figuras sin rasgos, en una pintura. La obra de 1930 era Tres figuras, de la pintora Anna Leporskaia, que perteneció a la generación de artistas soviéticos de vanguardia. Su valor es de un millón de dólares. El guarda enfrenta una posible pena de un año de cárcel por vandalismo.
¿Pero no es eso coartar su libertad de expresión? Seguro muchos lectores piensan que el acto de dibujar y escribir en monumentos y propiedades públicas es un acto de libertad, no uno de vandalismo. ¿Qué hace que este acto del guarda, exigiendo que las figuras humanas tengan ojos, sea vandálico y otros similares no? ¿Es solamente el valor del lienzo?
En verdad es un caso caricaturesco y relativamente fácil de resolver, pero señala una dificultad fundamental para definir límites de la libertad de expresión. Según las manifestaciones que uno puede leer en las redes, hay dificultades en los dos extremos de visión de mundo (para no complicarnos llamémoslos derecha e izquierda) y pareciera que la solución frecuente es reclamar la libertad de expresión propia, pero no la opuesta.
Algunos se oponen a ver alguna simetría en ese comportamiento (sospecho que en sus redes son maltratados por uno solo de los lados). Un campamento censura manifestaciones que ponen en duda valores tradicionales (por ejemplo, patria, bandera e instituciones) e impiden su difusión, y el campamento opuesto censura las digresiones a las nuevas ortodoxias que conforman la ‘corrección política’, cancelando la exposición de ideas y defenestrando o intimidando a los pensadores no neoortodoxos.
Las falsedades, las calumnias y las amenazas son expresiones, pero difícilmente se pueden considerar opiniones. La mayoría estará de acuerdo en que se pueden limitar.
La libertad de expresión es reciente en la historia de la humanidad. Nació en sociedades democráticas, y solo se ha respetado en ellas. Hace unos siglos hablar en contra del monarca causaba la pérdida de la cabeza (real, no metafóricamente) y las dudas sobre la doctrina religiosa oficial terminaban en una hoguera. Tampoco hoy le recomendaría a un norcoreano hablar mal de Kim Jong-un, ni a una afgana manifestar públicamente sus dudas sobre el Corán.
El término ‘libertad de expresión’ es demasiado amplio; tal vez venga del free speech de la primera enmienda de la Constitución estadounidense, que defiende la libertad de prensa y de religión. Me parece preferible hablar de libertad de opinión. Las falsedades, las calumnias y las amenazas son expresiones, pero difícilmente se pueden considerar opiniones. La mayoría estará de acuerdo en que se pueden limitar (entre otras razones porque son delitos).
No es una tarea fácil establecer reglas simples para definir qué tipo de opiniones deben ser libres y cuáles se pueden limitar. Una opinión, aun equivocada, puede abrir una discusión productiva que lleve a entender mejor, y por tanto debe ser protegida. Pero a veces es difícil distinguir entre error e intención de engaño.
La prensa y las redes son los principales medios que difunden opiniones. La prensa desde hace tiempo ha adoptado códigos de ética que la regulan (nada fáciles de aplicar), las redes han empezado a desarrollar algunos sistemas de control. Fuimos testigos de cómo le cancelaron al expresidente Donald Trump las cuentas de Facebook y Twitter; muchos lo justificamos porque sus mensajes generaban daño. Pero eso les da un poder de ‘cancelación’ a empresas que nadie nombró vigilantes de la democracia.
Creo que la estrategia de la prensa es la mejor que tenemos. La libertad de opinión debe ser protegida siempre, a menos que genere un daño mayor o vulnere derechos, incluido el de la libre opinión de los otros. Es un problema de ética aplicada; algunos lineamientos generales pueden servir, pero muchos de los casos merecen un análisis particular.
MOISÉS WASSERMAN