Hay problemas, problemitas y problemotes, pero el problema mayor de la humanidad es cómo darles de comer a 7.500 millones de personas (para el 2050, 9.000) sin destruir el planeta en el intento. El acercamiento científico es la mejor forma de resolver ese tipo de problemas. Es un razonamiento sano, que no nos deja engañarnos a nosotros mismos por más que nos empeñemos. Nos recuerda que no se piensa con el corazón ni con la boca del estómago, sino con el cerebro.
Hace poco, en medio de ataques insensatos contra las vacunas (ejemplo de cómo atacar las soluciones) se dieron otros, tal vez por analogía tecnológica, acusando a los organismos transgénicos de los más curiosos males. Una nutricionista afirmó por radio que el aumento de alergias contra el gluten se debía al trigo transgénico que consumíamos. Su argumento tenía dos pequeñas fallas: la primera, que no se ha demostrado ningún aumento real de esa alergia; la segunda, que no consumimos trigo transgénico. Para ella, el culpable de un aumento que no existe fue un consumo que no se dio.
Esa lógica extraña se repite en ataques a muchas soluciones que la biotecnología le ha venido dando al ‘problema mayor’. Hay que recordarles a quienes tienen horror sagrado a la transferencia de genes entre especies que esta se ha dado siempre espontáneamente en la naturaleza y que todas las plantas domesticadas (ancestralmente) han sufrido procesos de selección artificial que han cambiado sus propiedades.
Algunos transgénicos mejoran las cualidades nutritivas del alimento aumentando su contenido de proteínas o suplementándolo con vitaminas ausentes en algunas dietas
A quienes temen por la salud se les debe recordar que algunos de esos productos, como la soya, el maíz y el algodón, son ya consumidos masivamente hace más de 20 años en todo el mundo, que hay más de 2.000 millones de hectáreas sembradas con ellos y que varios miles de millones de personas los hemos consumido (sí, ustedes también), sin ningún reporte verificable de que hagan daño. Las pruebas que les exigen las autoridades sanitarias son mucho más estrictas que las de otros cultivos. Algunos transgénicos mejoran las cualidades nutritivas del alimento aumentando su contenido de proteínas o suplementándolo con vitaminas ausentes en algunas dietas.
Pero, los transgénicos no son el único producto tecnológico que está transformando la agricultura. Se desarrollan, por ejemplo, tecnologías digitales que permiten dosificar, por goteo local, los herbicidas. Hoy hay drones que fotografían las parcelas y guían a los aspersores de los tractores para que fumiguen las malezas individualmente, disminuyendo al mínimo la contaminación. La química se ha sofisticado con productos cada vez más específicos para las plagas y más inocuos para los demás.
Algo de lo dicho acá muestra el potencial único, no suficientemente enfatizado, que tiene la nueva tecnología agrícola para proteger el medioambiente. La expansión de la frontera agrícola a costa de bosques y páramos solo se puede controlar aumentando la productividad de las tierras actualmente en uso y la posibilidad de usar otras hoy desérticas. Los abonos nitrogenados contaminantes podrán desaparecer con recombinantes que usen el nitrógeno del aire. Hay tecnologías que disminuyen el uso de plaguicidas y se complementan con bacterias que los degradan en el suelo.
Quienes abogan por un regreso a las “condiciones naturales” y a técnicas ancestrales deben saber que estas eran sostenibles (y no siempre) en poblaciones muy pequeñas y que morían jóvenes. Los cazadores-agricultores debían migrar, tumbando bosque de parcela en parcela, a medida que se agotaban. Hoy, eso no es posible: la parcela más próxima queda en Marte y no es buena. Ojalá que entre los planes de Minagricultura para el posconflicto haya mucha transferencia de tecnología y poca magia.
MOISÉS WASSERMAN