He recibido una cantidad de mensajes que afirman que la ciencia se impone por el poder. Los mensajes lo afirman y lo repiten, pero argumentan poco, fuera de citas parecidas (lo que en ciencia es mal argumento).
Los contraejemplos son sumamente poderosos para resolver dilemas. El más repetido es que uno puede ver 100.000 cisnes blancos, pero eso no prueba la afirmación de que todos los cisnes son blancos. En cambio, basta ver uno solo negro para demostrar que esa afirmación es falsa.
El epistemólogo Karl Popper presenta un caso de gran fortaleza. La teoría de la relatividad general de Einstein implica que la luz debe ser desviada por una gran masa como la del Sol. Entonces, una estrella cuya luz pase cerca del Sol aparecerá de día (cuando hay Sol) en una posición diferente a la que tenía de noche. El problema es que de día no se ven las estrellas. En 1919, astrónomos británicos decidieron observar una de estas estrellas durante un eclipse solar total, ¡y la estrella se movió! Mil asambleas, foros y discursos no hubieran salvado la teoría si la estrella no se hubiera movido.
Se me ocurre que sería buena idea ver si hay algunos contraejemplos que refuten la afirmación de que el poder de turno define su ciencia. Uno, que coincide con los orígenes de la ciencia moderna, es la aceptación de la teoría de que la Tierra gira alrededor del Sol, no al contrario. Todos los poderes del mundo, las religiones, los reyes y los emperadores “sabían” que no era así. Josué le había ordenado al Sol, en una batalla bíblica, detenerse, y él le hizo caso; por tanto, es el Sol el que se mueve. Galileo Galilei, quien se atrevió a contradecir al poder, debió retractarse ante la amenaza de la Inquisición, pero en secreto dijo: “eppur si muove” (a pesar de todo se mueve). No es necesario recordar cuál teoría se impuso.
Por la misma época sco Redi, con el primer experimento biológico controlado demostró que no hay generación espontánea de la vida y que todo ser vivo proviene de otro. Lo demostró, aunque todo el mundo “sabía” (incluso reyes y papas) que si uno deja en una esquina una caja con trapos pronto surgen ratas. Dos siglos después, en un experimento casi idéntico Louis Pasteur demostró que eso era válido también para microorganismos, y derivó la teoría de los gérmenes en la enfermedad, que terminó imponiéndose a pesar de los poderes académico, político y istrativo que creían en el “desequilibrio de los humores”.
Posiblemente la teoría que ha tenido la más férrea oposición de los poderes haya sido la de Darwin y Wallace, de la evolución por selección natural. La Iglesia (en realidad, todas las iglesias), los reyes, los emperadores, las autoridades políticas, la prensa y gran parte de la academia la atacaron con saña. Hoy, sin cambios sustanciales, el mundo acepta la afirmación de Dobzhansky de que “nada tiene sentido en la biología si no es a la luz de la evolución”.
Setenta años después, la idea de Darwin fue retada por un poder inmenso en la Unión Soviética. Trofim Lysenko, apoyado por Stalin, acabó con los genetistas rusos (literalmente, en Siberia). Adoptó, con el poder que le otorgaba Stalin, una teoría de corte lamarckiano que ideológicamente le cuadraba mejor. La evolución darwiniana sugería una lucha en la que sobrevivían los más aptos, la de él pintaba un esfuerzo colectivo “correcto” por el cambio y la adaptación. Pero el trigo se negó a crecer en las frías estepas y la consecuencia fue hambre y muerte.
Hay decenas de contraejemplos, aunque, como decía, basta uno para que la hipótesis sea refutada sin remedio. La hipótesis de que la ciencia impone su verdad por el poder y no por la fortaleza de sus argumentos es fallida; no se salva ni con las maromas con las que algunos quieren imponer sus espejismos.
MOISÉS WASSERMAN