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Bienvenido el glifosato

Es bastante ingenuo pensar que son inocentes los ataques organizados contra el glifosato.

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Finalmente, el Gobierno expidió esta semana el decreto que le permitirá al país volver a las aspersiones aéreas con glifosato, como uno de los mecanismos que el Estado puede utilizar para erradicar los cultivos ilícitos.
Al contrario de lo que se dice, haciéndole el juego al narcotráfico, la normativa deja a salvo la protección de la salud y el medio ambiente, con sujeción al principio de precaución extrema que dictó la Corte Constitucional. Por ello es que el decreto prohíbe la fumigación con glifosato en los parques naturales, los ecosistemas estratégicos como páramos, los humedales categoría Ramsar y manglares, los cuerpos de agua y los centros poblados.
Ojalá no ocurra que, en adelante, la política antinarcóticos se centre exclusivamente en la fumigación. Es evidente que en los territorios cocaleros hay que llevar a cabo una tarea eficaz de sustitución de cultivos, con programas de desarrollo alternativo y una mayor inversión para la dotación de bienes públicos en esas zonas en las que, tradicionalmente, la presencia del Estado es inexistente. Y así se debe actuar.
Lo que no es posible es que, mientras se profundizan las políticas socioeconómicas que ayuden a los campesinos a incorporarse a una economía formal sostenible, se renuncie a las fumigaciones, en medio del ‘boom’ cocalero que se vive, sobre todo en territorios en los que es evidente que no hay cultivos de pancoger, sino que se trata de cultivos industriales en manos de los grupos armados ilegales y de los carteles mexicanos.
Es bastante ingenuo pensar que son inocentes los ataques organizados contra el glifosato, por parte de caracterizadas organizaciones no gubernamentales y grupos de ambientalistas, con la tesis de que buscan proteger la salud, las economías campesinas y el medio ambiente, cuando lo que se ve es que hay territorios cundidos de cultivos ilícitos, en los que reina es una despiadada esclavitud campesina, impuesta por el orden de las armas ilegales, y una afectación permanente de nuestras fuentes hídricas, por la forma como procesan la droga.
No cabe duda de que es insostenible la situación que vivimos desde el año 2015, cuando se suspendió la aspersión aérea con glifosato y, por si fuera poco, se redujeron deliberadamente los grupos de erradicadores manuales. No obstante todos los esfuerzos realizados, el país se mantiene hoy en un nivel cercano a 200.000 hectáreas de cultivos ilegales, que ha contribuido a profundizar el conflicto armado en los territorios a los que la paz ha debido llegar inmediatamente: el Pacífico, el nordeste antioqueño, el sur de Bolívar, el Catatumbo, Putumayo y los denominados Territorios Nacionales.
Pero no fue así. Frente a esta realidad, las autoridades han afirmado en las últimas semanas que la paz es una quimera que solo existe en el acuerdo de La Habana, que no llegó efectivamente a los departamentos del posconflicto, con el agravante de que los líderes sociales que luchan por la legalidad en sus territorios son víctimas del narcotráfico.
Los detractores sostienen que el uso del glifosato es bastante ineficiente. Se trata de una afirmación insostenible. Cuando se mira en un horizonte de largo plazo lo que ha ocurrido con los narcocultivos, se advierte que el nivel más bajo de hectareaje ilegal lo logró Colombia en los períodos 1999-2003 y 2009-2012, precisamente en los que el plan de fumigación aérea fue más intenso.
No podemos ser miopes. Si queremos ganar la paz, preservar la vida de nuestros líderes sociales y poner en marcha acciones disruptivas contra los grupos ilegales, tenemos que asperjar, con énfasis en los cultivos industriales. Para ello, ¡bienvenido el glifosato!
NÉSTOR HUMBERTO MARTÍNEZ NEIRA

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