Casi ninguna iniciativa bélica multilateral después de la II Guerra Mundial ha salido bien. Cuando se llega al punto de usar ese instrumento, pronto se descubre que hay intereses de los convocantes a la liga que resultan más egoístas que los colectivos inicialmente planteados. Con indeseada frecuencia se apela a la alianza militar para supuestamente defender la libertad y la democracia, pero casi nunca se logra perfeccionar ese fin.
Se desemboca en invasiones permanentes; en más muertos que los imaginados cuando se planeó la operación; en reacciones de otros en la región, imprevistas o más poderosas, interesados primordialmente en los recursos y el mantenimiento o imposición de determinada supremacía económica, étnica, ideológica o religiosa sobre el intervenido. Los países vecinos del “liberado” al final del día ponen los muertos, y los que promueven los verdaderos intereses ponen las banderas, los contratos de armamento y los beneficios de la posterior reconstrucción.
Han sido así las posguerras: la de Corea, donde peleó Colombia, con la península dividida en una parte comunista y otra semiautoritaria con capitalismo. Hoy están otra vez al borde la confrontación. La de Afganistán, cuya institucionalidad no garantiza libertades a nadie. La de Irak, quizá más inestable hoy que con Hussein. Del Sahel, donde Francia se duele de la ingratitud africana. Después de las intervenciones en Angola y Haití, no quedaron propiamente democracias, ni remansos de paz o de derechos.
Con indeseada frecuencia se apela a la alianza militar para supuestamente defender la libertad y la democracia, pero casi nunca se logra perfeccionar ese fin
Los ejemplos surgen en la discusión sobre Venezuela. Que se robaron dos elecciones y es una dictadura, de acuerdo. Que debemos coadyuvar a las iniciativas políticas que promuevan el regreso a una democracia con estabilidad, evidente. Que tenemos que sopesar nuestros intereses nacionales y cómo defenderlos en este trance, sin duda.
Las guerras empiezan con un encendido discurso. Se inauguran con desfiles militares y bandas de música. Se pelean con la sangre de la juventud. Si la guerra es ajena, la caída de la efervescencia es rápida y el patrocinio de quien convocó la alianza, efímero. Las guerras perjudican a los más pobres y destruyen la economía y la naturaleza. “En armonía, las cosas pequeñas florecen; en la guerra, hasta las más grandes se destruyen”, decían los latinos.
La prudencia con Venezuela es deber de toda la nación. Invocar una intervención armada en el país vecino en aras de la democracia es arriesgar indebidamente el interés nacional por revancha personal o como respuesta a una agresión verbal, por injuriosa que sea. Hay nuevos guionistas en el continente a los que les gusta el escenario de pelear con tropas de otros por sus propios intereses, y usar incautos como cabezas de turco.
En estos tiempos de escasa axiología, el interés vital que representa Venezuela para el mundo no es la democracia ni la libertad de quienes no se han decidido a luchar por ella plenamente. Son los millones de migrantes, el petróleo, el gas, el carbón y otros recursos. Por activos parecidos, hay tantos cadáveres enterrados en el planeta como los que deja la represión de los numerosos dictadores que en el mundo han sido y son.
Hay que estar preparados, y muy bien actualizados nuestros equipos de defensa, para rechazar sumariamente una agresión militar injustificada de Venezuela, que ojalá nunca se dé. Pero no ser dueños ni socios de ninguna iniciativa de intervención bélica, en la cual con certeza llevaríamos todo el peso devastador de la guerra. Apoyar una transición real es lo sensato.
No hay que invocar febrilmente a Ares cuando se tiene el poder de llamar su atención. Si llega la guerra y corre la sangre, quienes la pedían endilgarán la tragedia a los militares, cuando los causantes reales de muertos y desolación son los incitadores intelectuales y políticos, aquí y allá, de una confrontación letal que pudo evitarse.
Dijo el pacífico Gandhi: “Antes de conquistar la libertad correrá sangre. Pero debe ser la propia”.
LUIS CARLOS VILLEGAS