Así como los vinos añejados un buen tiempo, encerrados, con poca luz, adquieren más cuerpo y los árboles que crecen en la oscuridad de la selva se vuelven más resistentes, las músicas del Pacífico se engrandecieron en esta pandemia. El Festival Petronio Álvarez, que se celebró hace pocos días, evidenció cómo los artistas, en la crisis reciente más profunda del sector cultural, alcanzaron una mayor calidad musical en ese diálogo permanente y complementario entre la ancestralidad y la modernidad.
En medio de la fragilidad, los duelos, la desesperanza y el empobrecimiento, nutrieron nuestra salud mental y empezaron a dar línea sobre los cambios que se deben dar. Con esa savia que se nutre de las raíces, vimos a cientos de músicos y gestores pasar por la tarima, sus voces rompiendo silencios, los cununos retumbando, los golpes de los bombos ordenando no dar marcha atrás, las semillas de los guasás acariciando el armazón, las marimbas, los platillos… cada instrumento, de forma contundente, daba instrucciones de dignidad, esperanza y poder. Las comunidades del Pacífico son de selva y han sobrevivido pandemias permanentes con la fuerza de la naturaleza y la ancestralidad. Nunca han dejado de cantar y tocar para desafiar el futuro. Hoy, en medio de una incertidumbre sanitaria que parece eterna, su música es certeza, gracias a que se engrandecen cuando todo se desmorona.
No visitaba Cali desde marzo, cuando las imágenes de las movilizaciones quedaron congeladas en mi mente. Volví por el Festival, esa celebración ancestral de las culturas del Pacífico. Me devolvió la confianza ver tantos jóvenes amantes de su tradición, tantas personas orgullosas de su identidad, celebrando su diversidad, cantando de forma masiva canciones que no suenan en la radio, pero que todos entonan.
El Festival tiene mucho que enseñarle a Cali. Para empezar, no necesita ‘estrellas’. Las estrellas son negras, como el libro de Arnoldo Palacios, y representan con legitimidad a sus comunidades. Los maestros y maestras con mayor trayectoria suben al escenario y, al terminar, descienden de él sin ningún aspaviento. No existe el concepto VIP, fuera de unas pocas sillas Rimax para sentarse. De esta manera, el Petronio le muestra a la ciudad las posibilidades para hablarle al mundo de una oportunidad para cambiar los estereotipos de esa caleñidad poco moderna, envejecida, limitada, clasista y hasta distorsionada de sí misma.
Cali, como lo vimos en el paro, solo tiene muestras simbólicas y esporádicas de equidad, no apuestas contundentes ni permanentes. De forma contradictoria exhibe su perla del Pacífico pocos días al año y rápidamente la vuelve a esconder. Durante el año no hay espacios –fuera de algunos restaurantes o casas– donde esas músicas suenen sin parar. Como lo hemos aprendido con esta pandemia, el mundo y Cali reclaman una representación real y actual de su historia, su comunidad y su esencia. Se necesitan nuevos monumentos con verdades completas y experiencias contemporáneas. Transformar esa mirada colonialista, utilitarista y externa, por una moderna, auténtica y cosmopolita desde, con y para la gente del Pacífico cambiando radicalmente el concepto de caleñidad, es un llamado profundo. Esa Cali Pacífica requiere cambiar los centros de la ciudad y traer a estos contextos urbanos la savia y la sabiduría de la selva, ahora más que nunca para poder afrontar las crisis climáticas y sociales que se avecinan.
Nota: ¡Tantas estrellas brillaron en el Festival! Los grupos de Iscuandé (Nariño), Changó de Tumaco, que se posiciona como esa gran escuela musical del Pacífico sur. Del Pacífico norte, Choibá, una interesante chirimía chocoana. Después ver La Pacifican Power, nuestra Fania del Pacífico, la gran orquesta del maestro Esteban Copete, el ensamble Pacífico del Maestro Hugo Candelario González o la puesta en escena de las cantadoras, liderada por la Maestra Nidia Góngora… demostrando que lo más bello de estos artistas es que son comunidad.
PAULA MORENO