Sobrevivir a un infarto le hace valorar a una persona el milagro de la vida. Esa nueva oportunidad refleja la resiliencia del organismo, pero también le advierte que la salud no da espera. Los abusos y descuidos pasan la factura y exigen pago inmediato. Cambiar los hábitos alimenticios, iniciar o mejorar una rutina de ejercicios, vivir de una manera más tranquila/equilibrada se convierte en algo impostergable si no se quiere repetir la experiencia, debilitando cada vez más el corazón o enfrentando la muerte.
Eso mismo le pasa a nuestro país. Después de un año y medio de pandemia, que exacerbó otros virus preexistentes, Colombia sufrió un paro cardíaco prolongado durante las movilizaciones de abril y mayo. Hoy son visibles las lesiones, apenas se están normalizando los signos vitales; seguimos en recuperación. No podemos pretender haber salido de la clínica, cuando la realidad es que abandonamos la sala de cuidados intensivos e intermedios, para seguir en otra habitación repleta de equipos médicos.
No hay nada peor en un proceso de recuperación que actuar como si nada hubiera pasado, como si el cuerpo no hubiera sido reanimado y fuera el mismo. Muchas de las enfermedades de ese paro social súbito y angustiante que vivimos continúan ahí y exigen que se sigan replanteando los liderazgos, las prioridades, la redistribución, la lucha contra la corrupción sistémica, entre otros, no solo desde lo público sino también desde lo privado y todos los espacios. Debemos entender que los síntomas y la enfermedad nos corresponden a todos, así como su tratamiento, que debe ser rápido, preciso y efectivo, con instrucciones claras. No hay tiempo para divagar. Se requiere reimaginar la vida, los roles y las acciones, ya que seguir siendo y haciendo lo mismo o con los mismos nos lleva a que el cuerpo responda tarde o temprano de igual manera.
En medio de toda esta complejidad, este país tiene tremendo corazón. Cada vez que lo recorro, sobre todo en las periferias, me enamoro más y siento unas palpitaciones distintas que me dan esperanza y motivación. La actitud y acciones diarias de esa gran mayoría de colombianos que por haber enfrentado tantos virus, aislamientos forzados y vacunas ya tienen un sistema inmunitario y emocional fortalecido, que a pesar de todo solo va para adelante. Esos liderazgos invisibles y de servicio son los que reaniman este país a diario, a pesar del trauma, la desigualdad y la incertidumbre. Sin duda, necesitamos más otras especialidades y especialistas que integren nuestros equipos médicos para prevenir y para sanar, y tratar de una manera más rápida y efectiva nuestras enfermedades.
El infarto, más allá de evidenciar lo poco saludable del pasado, exige definir una ruta clara para mejorar hacia el futuro y poder sanar como nación. En el hospital en el que estamos, nos estamos despertando a los dolores después de la anestesia, como por ejemplo el empobrecimiento masivo, la creciente inseguridad y la criminalidad exacerbada. En el pasillo escuchamos a los cirujanos, quienes se preocupan más por defender sus aportes antes y durante la operación que por tratar al paciente en su postoperatorio. Mientras los protagonistas sigan siendo ellos y no la curación, seguiremos corriendo el riesgo de un nuevo colapso. Para que el país-paciente salga de la clínica necesita tranquilidad y estabilidad, y que los que podemos, desde diferentes sectores, generemos un mejor ambiente trascendiendo la agitación creciente de cara a las elecciones. Cada uno suma o resta para propiciar o prevenir otro infarto, pero –ya conociendo al paciente– se requiere, sin dilaciones, de otro manejo.
PAULA MORENO