La primera semana de octubre, las autoridades del sector de Ciudad Bolívar, en Bogotá, atendieron el caso de una joven mujer, recepcionista de una empresa de seguridad, que se autolesionó en su lugar de trabajo.
Ella llevaba varias semanas diciéndole a una de sus compañeras que le pesaba mucho la vida y no sabía cómo sentirse feliz.
Ese mismo equipo de profesionales, horas más tarde, logró controlar la ira desmedida de un ciudadano en un centro de atención médica que reclamaba la falta de respuesta al trámite de fármacos para su esposa, una paciente oncológica terminal.
En otro extremo de la ciudad, el mismo día, varios trabajadores de una empresa buscaban independientemente ayuda en Recursos Humanos por diferentes situaciones: pensamientos suicidas, angustia de llegar a casa por un marido maltratador... sensación de impotencia por no entender las instrucciones del supervisor. Quebranto y más quebranto.
Una semana después el mundo se conmocionaba tras el suicidio de Liam Payne, exintegrante de la popular banda de música (boy band) One Direction. Se habla de sobredosis de drogas y alcohol, pero con un claro antecedente: una creciente aflicción.
¿Y es que cuánta tristeza puede caber en el cuerpo de un ser humano? Tal vez el equivalente a los millones de células vivas que lo mueven. Tal vez lo equivalente al agua o la sangre que le permiten ser o estar.
Pero no. Algunos siquiatras aseguran que la tristeza, inodora, incolora, sin forma, puede duplicar el peso del cuerpo. Alucinante y, sin duda, un tema interesante de analizar desde la ciencia.
Hablarlo es necesario, pero actuar es vital para que la tristeza no le gane a la sociedad.
Lo cierto es que siempre ha estado ahí, como el universo mismo, siglo tras siglo y en todas las etapas de la humanidad. Pero solo hasta esta era digital, de validaciones y juicios en redes sociales, se la ha empezado a mencionar. La salud mental.
Se ha vuelto popular por las depresiones de los famosos, por los testimonios de los influencers, artistas y personajes públicos y por varios lamentables suicidios, pero en verdad, esa tristeza, acompañada muchas veces de diagnósticos clínicos, está en todos los rincones del planeta.
No es normal, no son ganas de hacerse notar, no es falta de diversión, no es ausencia de dinero y reconocimiento, no es debilidad, no es la menstruación, la menopausia o la andropausia. No es sentirse demasiado viejo y pasado de moda ni muy joven y sin carácter. No es ser flaco o gordo, bonita y vulnerable, o feo y desaliñado. No es porque la actual sea una generación de cristal. Es algo mucho más grave y de fondo.
El doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), hace tan solo cinco días ratificó su llamado urgente a las naciones del mundo para que se incluya en sus programas de apoyo de sanidad el tema de salud mental como una prioridad.
De los 194 Estados de la OMS, solo el 52 por ciento han registrado planes que se ciñan a las normas internacionales de atención que preserven la integridad y derechos de las poblaciones del mundo con referencia a la salud mental.
Un mismo profesional de la OMS, en medio de un taller sobre violencias, señaló que la gente puede enfermarse más de tristeza que de gripa, pero las personas ni saben que existe la salud mental y la tristeza siempre se ha definido como un sentimiento y no como una enfermedad.
El devastador testimonio de Elena Jovanovic, sobreviviente de violencia sexual en Bosnia, resume lo que no se quiere reconocer: "Y sí. Estuve tan enferma de tristeza que mi vida solo ha girado en torno a ella y ya no tenemos cómo separarnos".
Hoy, 31 de octubre, es el último día del mes dedicado a recordar que la salud mental existe. Al lado, en la silla del bus, en el colegio, en el bar que emana 'alegría' en las noches, a la hora del desayuno en la casa y en la oficina del gerente del banco. Hablarlo es necesario, pero actuar es vital para que la tristeza no le gane a la sociedad.