Se llama un milagro: ni más ni menos que el informe final de una Comisión de la Verdad –un acta del horror aquí y allá– en un país en guerra y más guerra que había preferido las cicatrices a los testimonios. Pero es un milagro escrito entre el fuego, de generación en generación en generación, por mártires que alcanzaron a ver las sombras de sus sicarios, por víctimas hijas de víctimas, por líderes sociales, por dejadores de las armas, por funcionarios que alguna vez pensaron que habían expuesto en vano la vida, por presidentes, por legisladores, por magistrados, por jueces, por soldados que se negaron a servirle a la pesadilla, por policías asesinados en semáforos en rojo, por negociadores de paz, por comisionados de la verdad, por periodistas de botas, por narradores que no entendían cómo era que no se acababa Colombia.
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Rosario)
Desde el martes 8 de mayo de 2018 hasta el martes 28 de junio de 2022, a pesar del menosprecio del gobierno más negacionista e infantil de los últimos tiempos, la transformadora Comisión de la Verdad de este país –atípica, por demás, pues no se dio porque hubiera terminado la guerra, sino para que terminara– no solo ha escuchado y recreado y transmitido miles de miles de dolores, sino que ha sabido hacernos ver que sí hay una violencia que solo se ha dado en esta tierra, que el coraje de acá sigue siendo un fenómeno digno de estudio, que las ficciones nos han salvado, por muy poco, de la locura, y que nuestra cultura de la resistencia ha logrado conjurar nuestra cultura de la aniquilación, pero es hora, también, de una cultura del duelo y la terapia: pocas naciones han vivido tanto en la indolencia.
Se preguntaba el comisionado Francisco de Roux, en la estremecedora entrega del informe final, por qué el país que somos no se detuvo nunca ante la guerra, cómo pudo sucedernos un Estado que apagara el incendio a sangre y fuego, dónde estábamos todos –los políticos, los curas, los militares, los jueces, los opinadores– mientras los verdugos se relevaban el dominio de las tierras calladas pues nadie iba a decirles que no. Duque no oyó ni va a oír esas preguntas. Duque no solo no fue a la entrega de un informe que habla de 7’752.964 desplazados, 450.644 asesinados, 121.768 desaparecidos, 50.770 secuestrados y 16.238 reclutados, sino que hijo del prejuicio e hijo del no, representante de una derecha rancia que no lo reconoce como su representante, a duras penas soltó la frase “la verdad no puede tener sesgos”.
Hasta nueva orden, el trabajo de cualquier presidente de Colombia sigue siendo desarmar los conflictos, atizados y degradados por la prohibición de las drogas, pero Duque nos hizo perder cuatro años de los suyos.
La historia de Colombia ha sido el drama brutal de un pueblo de pueblos que buscan desesperadamente el clímax de la inclusión. Tendríamos que reconocer que en las últimas décadas, a pesar de las contrarreformas viles y de los contramovimientos sin pies ni cabeza, se ha conseguido pactar la paz con el M-19, el Epl, el Quintín Lame, el Prt, la Crs, las Auc y las Farc mientras se intenta poner en escena la democracia que promete la Constitución de 1991. Tendríamos que reconocer que es un alivio que haya llegado a la presidencia un adulto. Y que, como si los planetas se alinearan a favor de nuestra redención, haya estado presente en la entrega del texto de textos –el evangelio de una nación de mártires a la espera de justicia– en el que la milagrosa Comisión de la Verdad nos da un puñado de claves para volver del infierno.
¿Y si este es el día? ¿Y si nuestros muertos van, por fin, a descansar? ¿Y si lo vamos a lograr?
Este país merece un respiro. Y el día siguiente, que ha estado esperando, es el día siguiente a la verdad.
RICARDO SILVA ROMERO