Pregunten por ahí si no fue así: cuando yo era niño, en los tiempos en los que a nadie le importaba que nuestro único medallista olímpico fuera el tirador Helmut Bellingrodt, teníamos un mordaz profesor de Español –el profesor Prieto– que solía lanzarle la seguidilla de insultos “zote, mentecato, lelo, memo, cazurro” a todo el que agarrara hablando más de la cuenta en su clase.
Da ganas de hacer lo mismo cuando uno oye al Presidente. Puede verse uno soltándoles esa retahíla catártica a estos políticos que yerran todo el tiempo porque hablan todo el tiempo: hoy en día demasiados líderes en realidad son líderes de opinión de garaje, y sus monólogos se devalúan como las verdades del pastorcito mentiroso, y van perdiendo peso moral, o sea dignidad e importancia, con el paso de los eslóganes a los que se reducen.
Digo esto en la semana en la que el senador Bolívar llamó “rastrera de la peor calaña” a la alcaldesa de Bogotá por acusarlo de dotar a no sé qué vándalos, la senadora Valencia suspiró “ojalá hubiéramos hecho trizas la paz” en uno de esos programas diseñados para los lapsus y los hashtags y los memes, y la ministra Abudinen declaró “si no cumplo le voy a decir a dónde me llama: al cementerio” en medio de la noticia de los 70.000 millones de pesos que se perdieron en la licitación para llevar internet a tantos colegios desconectados. Pero sobre todo lo digo por las entrevistas en las que el presidente Duque –según se denunció– se habría metido en la campaña presidencial: mientras uno las lee, y nota su locuacidad, su tendencia a la hipérbole, su negacionismo, su elogio, típico de la derecha, de los candidatos “que no están ideologizados”, no solo siente verdadero hastío por estos políticos que no se creen políticos, sino que sospecha que esas sartas de declaraciones pomposas son síntomas de patocracia: de Patria Loca.
Colombia es un paisaje sobrecogedor, “donde el verde es de todos los colores”, que va de los precipicios a los llanos. Colombia es un país maniacodepresivo que va del patrioterismo al complejo de inferioridad, de la euforia de las causas a la desidia de las decadencias, del desprecio de una realidad irrebatible a las ideas suicidas de las que sólo regresan unos pocos. Quizás porque este gobierno ha jugado tanto a la ley de la atracción –a creerse milagroso e histórico para que así sea– hemos vuelto a pasar del “todo va a estar bien” de los valerosos al “todo está bien” de los mitómanos. Repito que vengo de un tiempo en el que las medallas de Bellingrodt eran más que suficientes, y siempre me ha parecido infame que a nuestros deportistas les cobren las derrotas y les exijan que le prueben al mundo que en esta tierra no solo se dan los villanos, pero me pareció sintomático, de la era de Duque, que celebráramos como triunfos nuestras derrotas en los Olímpicos: “¡Quedó de veinte!”, “¡sacó diploma!”, “¡bravo!”.
Qué diría el profesor Prieto, con su bigote de fumador compulsivo, de esta sociedad que a ratos se parece tanto a los “buchiplumas, caraduras, patrañeros, embusteros, fanfarrones” que él señalaba con un pedazo de tiza en sus falsos arrebatos de furia. Qué diría de estos especímenes de hoy que, en el colmo del negacionismo, han dejado de verle belleza, dignidad a la derrota. Qué diría él, ese capitán Haddock de corbata harto de un mundo más dado a los triunfos de Los Magníficos que a los tormentos de Edipo rey, de esta presidencia que ha contribuido tanto a la devaluación de las palabras. Recordaría que la segunda parte del proverbio “el que mucho habla mucho yerra” es “y el que es sabio refrena su lengua”. Haría una defensa de la cordura: del humor. Gritaría “¡silencio!” en el salón. Y diría “cuidado con los impostores”.
RICARDO SILVA ROMERO
www.ricardosilvaromero.com