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Centinelas y exploradores

El mundo pasó de ser un espacio dominado por la información a ser un territorio de celdas aisladas.

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El 5 de mayo, la OMS levantó la emergencia sanitaria internacional por el covid-19. Pero aún no se cierran las cicatrices de la pandemia. Recordemos que, antes que nada, una pandemia es un imaginario que (antes que de los cuerpos) se apodera de las mentes de una mayoría. La mente, sabemos también, se toma más tiempo en sanar que cualquier parte del cuerpo.
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Pero es un error tratar de entender el efecto de la pandemia en la salud mental como quien busca patologías. Lo que la pandemia ha dejado en las estructuras de pensamiento son nuevas formas, no necesariamente enfermedades.
No se puede negar que, a la luz de los modelos vigentes, los procesos de aprendizaje sufrieron notables retrasos. ¿Qué tanto?, ¿cómo? Será un diagnóstico que dará el futuro, cuando se puedan contrastar los seres humanos que habitarán la Tierra y nuestras expectativas. Tomará tiempo ajustar los métodos y las ecuaciones a las formas de pensamiento y emociones afectados por la distancia social, el sentirse siempre amenazado, el encierro y una nueva conciencia de lo vulnerable que somos como individuos y lo fuerte que resultamos como colectivo. Pero ya sabemos que la educación debe redefinirse de acuerdo con las características de una generación cuyos integrantes no se contaron entre los más de 7 millones de muertos en menos de cuatro años. Se sabe que cualquier peste (como la guerra) devora principalmente a los mayores, pero son los más jóvenes los que la sufren durante el resto de su vida.
El mismo segmento de siempre paga el peor precio: el porcentaje de muertos por covid-19 en las comunidades indígenas colombianas duplicó el de la población blanca. En promedio, los países del Tercer Mundo cerraron aulas y sedes el doble de tiempo que los países dominantes. Esos estudiantes entrarán con enormes desventajas a la educación superior y también a la vida laboral. No se puede esperar una economía sana si la fuerza laboral no ha aprendido de las luces y sombras que dejó un periodo de cambio de paradigmas de nuestras certezas. Ya no son tan importantes los horarios de las clases, cada vez son más importantes los maestros, no como replicadores de información, responsables de seguimiento, procesos y procedimientos, sino como humanos que calman, motivan y comparten.
El virus pone de presente una de las bases del pensamiento básico de nuestra especie: el miedo al otro.
La OMS llama a los gobernantes a no descuidar los adelantos que se lograron en materia de salud gracias a la pandemia. La ciencia probó tener aún muchas limitaciones en cuanto a su poder de salvador mitológico. Las autoridades de cualquier rango deben también vigilar el impacto colectivo de las enfermedades mentales, tan fortalecidas en meses y años de encierro, de luto generalizado, de saturación de espacios e incertidumbre, de la dependencia de equipos y tecnología que ahora dizque nos aventaja en inteligencia…
El virus pone de presente una de las bases del pensamiento básico de nuestra especie: el miedo al otro. En EE. UU. se reportó un incremento de casos de racismo y matoneo, dos muestras de que en época de crisis el individualismo quiebra avances en materia de convivencia y fortalecimiento social. Aún no hay vacuna contra la costumbre de venderse superior al resto cuando en realidad solo se quiere ocultar su propia vulnerabilidad.
El miedo abre el camino al maniqueísmo y la simpleza de los radicales, tan bien demostrado por las polarizaciones políticas, motor tras escenas vergonzosas de golpes de Estado, los disturbios antidemocráticos, los discursos sobreactuados que logran generalizar antes de tratar de encontrar en el otro una fuerza aliada que, como durante la pandemia, también cuida de sí para garantizar el bienestar colectivo.
El nerviosismo global y el personal están justificados. El mundo pasó de ser un espacio dominado por la información y la conectividad a ser un territorio de celdas aisladas por donde volvieron a crecer las hierbas y a pasear los depredadores. El mundo comprobó no necesitar a la especie humana.
Pero en el encierro, muchas familias se fortalecieron. El covid-19 fue esos rugidos y esas tormentas que replegaron nuevamente a nuestra manada a una cueva primitiva que, a la luz de la diminuta brasa de lo conocido, volvió a proyectar sombras para animar noches de historias y plegarias. Pienso en los trabajadores que por fin pasaron tiempo con sus hijos y que, a pesar del hacinamiento, se reconocieron y se amaron nuevamente. Las dinámicas hogareñas durante la pandemia seguramente renovaron el poder de la creatividad para convertir el encierro en un lugar de seguridad, de calor. Pienso también en los muchos jóvenes que dieron lecciones a sus padres en un computador o que los iniciaron en las dinámicas de las redes sociales. En esta nueva versión de las cuevas de Altamira (si se me permite el atrevimiento) también fueron los jóvenes los que ilustraron para los mayores el mundo exterior y así lograr que el mundo dejara de ser solamente el origen del miedo.
El viento, dice el poeta Rigoberto González, no vuelve porque se le llama, sino porque lo olvidamos. No elegimos lo que recordamos, por más de que lo intentemos. Pero sí escogemos cuáles son las bases sobre las que construimos una realidad nueva para aquellos que entran temerosos en un mundo adulto que renace. Ya no hay emergencia, dicen. Hemos aprendido a vigilar. Ya conocemos la amenaza. Aprovechemos para dejar de ser centinelas pasivos y explorar de frente sus fauces y entender cuál es el daño real (o las marcas inspiradoras) que ha dejado en nuestras columnas y murallas.
ROBERT MAX STEENKIST

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