Hay ideas que con el correr de los años adquieren tanto prestigio que terminamos por difundirlas y escudarlas hasta el punto en el que olvidamos preguntarnos si en realidad son ciertas, ideas que de tanto circular aprenden a disimular su falacia. Pues bien, una de estas ideas tiene que ver con un muy reputado grupo de individuos: los tecnócratas. Dice la leyenda que la tecnocracia es un oficio tan devoto a la objetividad que es ajeno a toda ideología política. La propia definición de tecnócrata de la Real Academia, la cual parafraseo, sugiere que estos son profesionales especializados en materias económicas o istrativas que persiguen el bienestar social al margen de consideraciones ideológicas.
Esta tesis, sin embargo, parte de una falsa concepción del significado de la tecnocracia. La palabra está formada por el sufijo cracia, que se refiere a formas de gobierno, y el prefijo tekné, que se refiere a la técnica. La tecnocracia significa, por tanto, el gobierno de los técnicos. Y es aquí precisamente donde empiezan los problemas. La propia naturaleza de la técnica hace referencia a los saberes prácticos, a las habilidades que se necesitan para llevar algo a cabo, a un cómo más que a un qué, a un medio más que a un fin. Así que los tecnócratas no son quienes formulan preguntas acerca de lo que significa el bienestar social, sino quienes llevan a la práctica esta o aquella respuesta. Se dedican, en otras palabras, a perfeccionar el arte no de los fines, sino de los medios.
La tecnocracia entendida en estos términos tiene varias implicaciones. Primero, a toda tecnocracia la precede una visión particular sobre lo que significa el bienestar social, es decir, una ideología política. En otras palabras, perseguir el bienestar social implica, en sí mismo, una consideración ideológica y por eso es imposible hacerlo al margen de estas, como sugiere la RAE. Los tecnócratas no solo no son ajenos a las ideologías políticas, sino que siempre trabajan en favor de una en particular.
Insistir en la superioridad de la tecnocracia es despolitizarla, despolitizar la tecnocracia es elevar al rango de dogma la visión particular sobre el bienestar social que esta persigue.
Segundo, entregarle el poder político exclusivamente a la tecnocracia se justifica solo sí hay, de antemano, consenso absoluto alrededor del significado del bienestar social. Pero si algo caracteriza a las sociedades modernas no es el consenso sino el disenso. No solo es imposible alcanzar un consenso absoluto al respecto, sino además indeseable, en la medida en la que la única manera de hacerlo sería por vía de la erradicación del disenso. Bien nos recordaba Hannah Arendt que la única verdad que podemos afirmar con certeza sobre las sociedades humanas es que entre nosotros reina la discrepancia. Y es precisamente por eso que necesitamos de la política: la única herramienta con la que contamos para resolver, sin suprimir, el desacuerdo.
Es, a la vez, por esta razón que, al contrario de lo que se afirma con tanta frecuencia, la tecnocracia debe estar al servicio de la política y no al revés. Insistir en la superioridad de la tecnocracia es despolitizarla, despolitizar la tecnocracia es elevar al rango de dogma la visión particular sobre el bienestar social que esta persigue y esta no es más que otra forma de suprimir el disenso. Al fin y al cabo, las autocracias precisamente parten de la convicción de que su propia versión sobre el bienestar social cuenta con una validez semejante que no merece oposición.
Advierto que, en ninguna circunstancia, pretendo desconocer el importantísimo rol que los tecnócratas juegan en la construcción de las sociedades contemporáneas. Se trata, más bien, de poner en tela de juicio la tesis según la cual estos están desprovistos de ideologías políticas. La despolitización de la tecnocracia pavimenta un camino, quizás con tecnología de primer nivel, hacia la represión del desacuerdo. Por eso, yo me quedo con el viejo trecho hacia el pluralismo así este pueda ser pedregoso, tumultuoso y culebrero.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO