Hay palabras que con el tiempo pierden sentido, pero preservan su fuerza. Palabras capaces de exacerbar tempestuosas emociones a pesar de que su significado se mantiene difuso. Palabras que en ocasiones se ponen por encima de la vida misma—la propia y la ajena—sin entender muy bien por qué. Palabras que, por todo lo anterior, sirven con particular eficacia a la hora de manipular. Pues bien, la libertad es una de esas palabras.
Y fue precisamente con la promesa de salvaguardar la libertad que se posesionó Javier Milei como presidente de Argentina el pasado 10 de diciembre. Su triunfo significó no solo una aplastante derrota del casi octogenario movimiento Justicialista fundado por el propio Perón, sino también quizás la más importante victoria que el libertarismo de derecha ha alcanzado en el mundo, una vertiente política que alega izar las banderas de la libertad. Pero teniendo en cuenta que se trata de una palabra empleada en contextos tan disímiles, resulta apenas justo preguntarse: ¿qué tipo de libertad defienden los libertarios de derecha?
Aunque esto quizás perturbe la conciencia del propio Milei, la primera vez que se usó la palabra libertarismo con connotaciones políticas fue en el siglo XIX para referirse a un grupo de anarcocomunistas ses. Pero el libertarismo también es descendiente—aunque no del todo reconocido—del liberalismo. Es algo así como un rico heredero cuyas torpezas acaban con el legado de sus ancestros. Sea como fuere, desde sus orígenes, el liberalismo alzó el nombre de la libertad para insistir en que ni el Estado ni nadie puede imponer su voluntad sobre un individuo a menos de que sea para preservar la libertad de otro.
Quienes abogan por políticas redistributivas de la riqueza son quienes realmente promueven la defensa de la libertad.
Tras la Segunda Guerra Mundial, muchas de las principales economías del mundo adoptaron una mayor intervención estatal con miras a garantizar servicios básicos como la salud y la educación para quienes no tenían a estos, lo cual se tradujo en mayores impuestos a los ciudadanos. Lo anterior es lo que se conoce como el estado de bienestar. Fue entonces cuando se acentuó una división prácticamente irreparable entre dos bandos defensores de la libertad, separados por la respuesta a la siguiente pregunta: ¿cobrar impuestos es una violación del principio de la libertad?
Los libertarios pura sangre dicen que sí. Insisten, mejor dicho, que cobrar impuestos para alimentar a los más pobres es moralmente semejante a imponerle a alguien a la fuerza una doctrina religiosa.
Pero esta postura no solo es carente de humanidad, sino también de lógica. Toda vez que un grupo social carece de mínimos básicos para subsistir queda sometido a la voluntad de quienes concentran los recursos. En pocas palabras, mientras que haya un grupo social que no cuente con unos mínimos vitales, su libertad no deja de ser una leguleya ilusión. Por eso, quienes abogan por políticas redistributivas de la riqueza son quienes realmente promueven la defensa de la libertad.
Sin embargo, los libertarios de derecha como Javier Milei ni siquiera son pura sangre porque, si bien defienden la no intervención en el plano económico, son los primeros en exigir que el Estado restrinja la libertad de las personas en el plano social, como ha quedado claro con respecto a temas como el aborto, las libertades sexuales y de género, la represión de la protesta sociales y la política de drogas. Al fin y al cabo, muchos de los que hoy usan la máscara de la libertad son en realidad sus detractores.
Esto, por supuesto, no equivale a una defensa del camino por el que el peronismo llevaba a la nación argentina. Pero si de algo sirve semejante desastre económico no es como argumento contra el estado de bienestar, sino como prueba de que este, para funcionar, no puede depender de fuentes tan insostenibles como la impresión compulsiva de billetes.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO