Los recientes eventos en Siria han generado celebraciones en Occidente, con vítores por la supuesta liberación del país árabe. Los medios de comunicación no tardaron en inundarse de titulares exaltando a “rebeldes” que, hasta hace poco, eran calificados como terroristas y enemigos declarados de la democracia. Se habla de la caída de un dictador y de un “nuevo” gobierno de transición liderado por un experto en la sharía, palabra que en otras ocasiones ha despertado prevenciones en las sociedades occidentales. Sin embargo, este entusiasmo inicial ha comenzado a disiparse a medida que emergen análisis más críticos y se revela la complejidad de un panorama profundamente incierto.
Lejos de significar una verdadera liberación, este tipo de intervenciones promovidas por Occidente suele dejar tras de sí escenarios de violencia, pobreza y destrucción. Más preocupante aún, se generan condiciones favorables para que actores regionales, como Israel, consoliden sus intereses coloniales. El caso de los Altos del Golán, un territorio arrebatado al padre de Bashar al Asad, Háfez al Asad, ejemplifica cómo estos conflictos no solo alteran el equilibrio geopolítico, sino que también reconfiguran dinámicas de poder en detrimento de las poblaciones locales.
El uso de milicias, mercenarios y grupos insurgentes como herramientas para cumplir objetivos estratégicos no es una novedad. Desde el siglo XX, esta práctica ha estado presente en la agenda de las potencias occidentales, dejando tras de sí un historial de traiciones y consecuencias devastadoras. Uno de los precedentes más icónicos es el papel de T. E. Lawrence, conocido como Lawrence de Arabia, durante la Primera Guerra Mundial. Mientras prometía la independencia y unificación del mundo árabe, el Reino Unido negociaba en secreto con Francia el Acuerdo Sykes-Picot, dividiendo la región en esferas de influencia colonial.
Este patrón se ha repetido en diferentes contextos. Las promesas iniciales de emancipación frecuentemente se transforman en conflictos internos y crisis prolongadas. En Siria, como en Irak, Afganistán o Libia, la intervención extranjera ha generado vacíos de poder que son aprovechados por facciones más radicales, complicando aún más la reconstrucción social y política.
Occidente debe reconsiderar su enfoque hacia la región. Más allá de las promesas grandilocuentes, es necesario actuar con una visión estratégica que priorice la reconstrucción y el bienestar de las poblaciones locales.
Conflictos similares en África y Oriente Medio revelan un modelo de intervención que, lejos de estabilizar las regiones, ha intensificado los problemas existentes. En Angola, el respaldo occidental al Frente Nacional para la Liberación de Angola (Fnla) y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (Unita) para contrarrestar al Movimiento Popular de Liberación de Angola (Mpla) derivó en una guerra civil que devastó al país durante décadas. En Libia, la intervención de la Otán que llevó al derrocamiento de Gadafi sumió al país en un caos permanente, con el surgimiento de milicias rivales y el fortalecimiento de grupos terroristas como Al-Qaeda y el Estado Islámico.
En Oriente Medio, Afganistán e Irak son ejemplos claros de cómo estas estrategias no solo han fracasado, sino que han creado amenazas aún mayores. El apoyo de la CIA a los muyahidines en Afganistán durante la Guerra Fría desembocó en la creación de Al-Qaeda y el ascenso de los talibanes. En Irak, la desestabilización tras la invasión de 2003 facilitó la expansión del Estado Islámico.
De manera inequívoca, Siria se enfrenta a un panorama similar a otros Estados en disputa intervenidos en nombre de la democracia o la estabilidad. Lo que se presenta como una liberación suele ser, en realidad, la imposición de agendas externas que ignoran las complejidades locales. Estas estrategias no han traído consigo emancipación ni bienestar, sino un legado de conflictos interminables y oportunidades frustradas para las comunidades afectadas.
Occidente debe reconsiderar su enfoque hacia la región. Más allá de las promesas grandilocuentes, es necesario actuar con una visión estratégica que priorice la reconstrucción y el bienestar de las poblaciones locales. La verdadera pregunta no es si estas intervenciones son justificables en términos éticos, sino si alguna vez han cumplido con los intereses y necesidades de quienes más sufren las consecuencias: las personas cuyas vidas quedan marcadas por guerras que se justifican en nombre de una libertad que, hasta ahora, sigue siendo una quimera.
* Coordinador de la maestría en Gestión Pública del Politécnico Grancolombiano