Pero la solución no es replegarse ni rendirse a estos pequeños tiranos que encarnan el desgaste de la democracia: la solución no solo es vivir bien e ir viendo, sino entender que el mundo es un problema de comunicación, volver a la política que suma voluntades, defender sin superioridades morales la tarea de la inclusión, criticar a los gobiernos cínicos que solo defienden a los niños cuando es tendencia de redes, denunciar a los funcionarios que planean campañas de desprestigio contra los medios, y plantársele al representante aquel que, envalentonado porque los matones están siendo elegidos por los matoneados, es capaz de vandalizar el monumento de botas de caucho que las madres de los falsos positivos dejaron en el Congreso para que nadie olvide que a sus hijos los hicieron pasar por guerrilleros muertos en combate.
El representante que digo, tan atravesado que algún dolor muy suyo andará lidiando, tendría que ver el monólogo indomable en el que la madre de Soacha Luz Marina Bernal revisa los objetos personales del hijo que se le llevaron el martes 8 de enero de 2008: tendría que ser testigo de ese duelo que se da prenda por prenda, recuerdo por recuerdo, hasta respirar el trauma que sigue y sigue cuando la familia de uno termina sepultada en el "conteo de cuerpos" de otro gobierno sin escrúpulos, pero supongo que para sentarse a escuchar el drama ajeno –para captar las dimensiones de la palabra "víctima"– toca recordar a tiempo que aterrizamos en la vida para honrarla y que la ciudadanía no puede ser otro daño colateral del pulso que libran estos "partidos" que son cultos de una sola mente.
No es facho querer seguridad, ni es violento ser de clase media, ni es cavernario rezar ni es guerrerista cuestionar a los gestores de paz que se ríen de sus víctimas.
Hay gente así. Hay épocas así. Una mayoría se declara harta del simulacro de la democracia, de la promesa lenta de la democracia que presume de su imperfección, y deja de escuchar los sermones plagados de indicadores macroeconómicos, y pasa de largo por los símbolos de la reconciliación, y entrega las llaves a gerentes bestiales que no pierdan el tiempo en lenguajes incluyentes: "Que yo no me entere", les dicen en las urnas. Pero la solución de los que nos negamos a que el mundo se reduzca a la cadena alimenticia, la solución de los que hemos tenido tiempo, o sea suerte, para aspirar a la democracia, no puede seguirse reduciendo a mostrarles el índice a los que levantan el pulgar: no es facho querer seguridad, ni es violento ser de clase media, ni es cavernario rezar ni es guerrerista cuestionar a los gestores de paz que se ríen de sus víctimas.
Dice el Pew Research Center que solo el 21 por ciento de los colombianos está satisfecho con esta democracia. Cómo no va a ser así si estos gobiernos tan buenos para declamar y señalar y perseguir baten récords en escándalos de corrupción, si nuestros congresistas se emplean a fondo para obligar a los reguetoneros a que escriban letras decentes, si últimamente, como viene sucediendo en el mundo entero, el Estado vive en manos de gente que desconoce el Estado. Ya ha habido épocas así de trastornadas. El trumpismo es una parodia del macartismo. El bipartidismo de La Violencia fue este desprecio de las víctimas ajenas. Campea, como en Estados Unidos, la política matona, pero la solución no es señalar con el índice a las mayorías, sino encarar a los líderes violentos y comunicar la convivencia sin aguar ni decretar el progresismo.
El profesor Rosenberg precisa la solución en La comunicación no violenta: la clave –dice– es convivir sin esperar que la gente haga lo que queramos o piense como pensemos, pero ir poniendo en su lugar a los perdonavidas que, como este representante inaudito e innombrable que se ha concedido el derecho inexistente a revictimizar a las madres de Soacha, envejecen pensando que la compasión es de izquierda.