Las encuestas son herramientas inexactas, por eso siempre hay que esperar al día de las elecciones para saber a ciencia cierta lo que la gente piensa. Salvo quizás en Colombia, único país del mundo donde el día de las elecciones tiene más margen de error que las encuestas.
Me refiero a la diferencia entre el preconteo de los comicios legislativos del 13 de marzo, que se realiza con fines informativos, y el escrutinio final, que toma varios días y determina el resultado oficial. Por el tamaño de la tarea y la prisa por reportar resultados, es habitual que haya diferencias del orden del 0,5 % entre los dos recuentos. Pero nunca había habido diferencias del 6 al 7 %, como esta vez. Más de un millón de votos en el Senado y cerca de medio millón en la Cámara.
Según el registrador Alexánder Vega, la culpa la tuvo el diseño del formulario E-14 para el Senado, que deben llenar los jurados de votación. Al revisarlo se evidenció que sí, el diseño se prestaba para confusiones. ¿Pero tanto como para que se embolataran un millón de votos? Además, como señaló Alejandra Barrios, directora de la Misión de Observación Electoral, eso no explica los errores en el caso de la Cámara, que tenía formularios distintos.
Apliquemos la llamada ‘navaja de Hanlon’: no le atribuyamos a la malicia lo que bien podría explicarse por la chambonería. Hasta ahora, no se ha demostrado que hubiera fraude. La cadena radial RCN dio a conocer unos audios según los cuales algunos jurados de votación habrían podido sufragar dos veces, pero la denuncia no ha sido verificada y la información provino de una fuente que no es políticamente neutral. A lo mejor todas las diferencias numéricas se debieron a errores de diseño y falta de entrenamiento de los jurados. Pero no por eso la situación deja de ser delicada.
Que la presidencia se resuelva en la primera vuelta podría depender de un puñado de miles de votos. En la segunda, la diferencia entre el ganador y el perdedor podría ser del orden de unos cuantos cientos de miles de votos. En ambos casos, serían muchos menos del millón y medio que aparecieron en el escrutinio final de las legislativas. Si no hay confianza en la labor de la Registraduría, no faltará quien se niegue a aceptar los resultados en cualquiera de las dos jornadas. No quiero imaginarme qué pasaría si la segunda vuelta queda 51-49 y hay dudas sobre el escrutinio. No olvidemos que este país no siempre tramita el inconformismo de la manera más civilizada.
La Registraduría, por tanto, juega con candela. Columnistas como Juan Lozano, Pedro Medellín, Germán Vargas y Carlos Enrique Moreno han remarcado la gravedad de la situación. Algunas voces han pedido un registrador ‘ad hoc’ que inspire más confianza que el actual. No parece que eso vaya a suceder y, a estas alturas, es tarde para comenzar un proceso de reconstrucción de confianza. Esta semana se autorizó la contratación de una auditoría del ‘software’ que se usa en las elecciones; es un paso en la dirección correcta, pero también llega tarde. ¿Qué pasará si encuentran un problema con el sistema? ¿Habrá tiempo de arreglarlo y someterlo a pruebas técnicas antes del 29 de mayo, para tranquilidad de la ciudadanía?
No es exagerado decir que la estabilidad de la democracia colombiana depende de que los procesos de la Registraduría, tanto los humanos como los digitales, funcionen como un reloj. Pero no basta una mecánica impecable, también se requiere de una confianza que hoy está en entredicho. Un viejo adagio, situado en la intersección del machismo y las relaciones públicas, dice que la mujer del César no solo debe ser casta, sino parecerlo. Una responsabilidad enorme reposa sobre la castidad del registrador... y sobre su apariencia de castidad.
THIERRY WAYS