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Los de la última fila

Sugiero un repaso a la máxima del Hombre Araña: ‘Un gran poder conlleva una gran responsabilidad’.

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Creer que es una virtud menospreciar las normas sociales es no entender cómo funciona el mundo. Estas, recordemos, son diferentes a las reglas. Las reglas son preceptos, usualmente escritos, que emanan de alguna autoridad: por ejemplo, ‘no robar’. Las normas, en cambio, nacen de un consenso tácito y su violación no implica un castigo, pero sin ellas sería imposible vivir en comunidad. Por ejemplo: dar las gracias cuando recibimos un favor.
No obstante, hay quienes creen que transgredir ciertas normas de comportamiento los hace irreverentes y, por tanto, más sinceros y francotes. Los otros son unos hipócritas, ellos no: ellos dicen las cosas de frente. Los modales son para los tibios.
Y lo peor es que, culturalmente, van ganando. Solo escribir la palabra ‘modales’ se siente como un anacronismo, como le debe sonar a una joven de la era de la selfi oír a su abuelo hablar de cuando iba a ‘sacarse un retrato’ a la tienda fotográfica.
Pero no, las normas no son el vestigio de una era más hipócrita o más pacata, sino afinados rituales que la civilización ha desarrollado para, entre muchas otras cosas, tramitar discusiones difíciles. Lo sabe cualquiera que haya participado en una junta directiva dividida o una reunión de copropietarios en conflicto. Al primer insulto se rompe cualquier posibilidad de entendimiento. La norma violada: no irrespetar al contrario.
Pensaba en eso, con un sentimiento de pena ajena –de emoji de palma de la mano en la frente–, al ver a unos noveles legisladores (y otros menos noveles) insultar al Presidente durante la instalación del Congreso e interrumpir su discurso con cancioncitas.
Alguien me dirá que así pasa en el Parlamento británico, donde son frecuentes las interrupciones, las risas y los “hear, hear” de aprobación. Justamente: esas son las normas políticas de ellos, y a lo mejor les funcionan, pero no son las nuestras. Además de que los británicos las aplican con ritualizados sentidos del humor, la proporción y la oportunidad. Muy distinto a la grosería trumpiana que manchó la sesión del 20 de julio.
Esa incontinencia es uno de los productos preliminares de un nuevo Congreso marcado por el ‘ethos’ de las redes sociales, en las que se adquieren con rapidez poder y popularidad, pero no se adquiere al mismo ritmo el seso para usarlos adecuadamente. Como correctivo sugiero a sus nuevos integrantes un repaso a la máxima de Peter Parker, más conocido como el Hombre Araña: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Pues, además de la incapacidad de oír sentados el discurso de alguien con quien discrepan, la actitud de esos traviesos parlamentarios revela algo más deprimente. Actuaron, ni más ni menos, como el matón del colegio, el que se sentaba en la última fila y fustigaba desde ahí al maestro o a los que se sentaban adelante. Él también se creía ‘cool’ y transgresor. Sin embargo, quizá por la misma inexperiencia –o arrogancia– de la que tan vanidosamente hicieron gala, los hoy matoneadores ignoran que en la vida pública las cosas se devuelven. Que en el camino de regreso uno se encuentra con lo que sembró en el de ida. Que su ‘performance’ no solo degrada la calidad del debate –normalizando que se calle a gritos al contrario–, sino que sienta un precedente que más adelante será usado contra ellos. En sus manos, la democracia imitará a las redes, donde imperan la réplica efectista y el meme burlón, donde lo que cuenta es el calibre del insulto o el tamaño de la ‘peinada’ y donde la conversación constructiva es más escasa que en Instagram la modestia. Una delicia de sociedad.
Y esos son los representantes de la ‘política del amor’. Los del ‘gran acuerdo nacional’ y la ‘paz total’. Prueba de que la irreverencia no es garantía de sinceridad.
THIERRY WAYS
En Twitter: @tways
(Lea todas las columnas de Thierry Ways en EL TIEMPO, aquí).

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