Con la renuncia del expresidente Uribe a su curul se configura un hecho político llamativo: los dos senadores más votados en las últimas elecciones legislativas están hoy fuera del Senado.
Ambos exsenadores, Álvaro Uribe y Antanas Mockus, además de ganar con creces la curul propia, consiguieron para sus partidos un número de escaños que de otra manera no habrían obtenido. Ambos alcanzaron las instancias más altas de la Rama Ejecutiva: la Presidencia, el primero, y la Alcaldía de Bogotá, el segundo. Ambos gozaron del favor de las mayorías y son, junto con Gustavo Petro, los políticos más populares de las últimas décadas. Ambos tienen, más que electores, fans. Mockus encarna para ellos el poder transformador de la cultura ciudadana, que le cambió la cara a la capital. Uribe representa el poder de la autoridad –la ‘mano firme’ de su eslogan–, que recuperó la confianza de la ciudadanía y salvó el país del fracaso.
Ambos, en otras palabras, son símbolos. Por eso es imposible resistirse a la tentación de analizar en clave simbólica la coincidencia de sus salidas del Senado. Si se rodara un documental acerca de cuánto ha cambiado el país en lo que va del siglo XXI, la marginación de Uribe y Mockus, en el mismo año, del último cargo al que fueron elegidos sería la escena principal.
Si se rodara un documental acerca de cuánto ha cambiado el país en lo que va del siglo XXI, la marginación de Uribe y Mockus del último cargo al que fueron elegidos sería la escena principal.
Uribe, en cierto modo, es víctima de su propio éxito. Cuando llegó a la Presidencia, el país se asomaba al abismo, nadie se sentía seguro y veníamos de la peor crisis financiera en muchos años. Mi generación, que había salido de la universidad justo antes de 2000, solo pensaba en emigrar. Pero entonces, casi milagrosamente para quienes lo vivimos, pues la esperanza escaseaba en esos días, el país enderezó el rumbo, arrinconó a la guerrilla, desmovilizó a los paramilitares y volvió a crecer. Sin el militarismo de la era Uribe habría sido imposible llevar a las Farc a una mesa de negociación.
Pero eso fue hace casi 20 años. Nuevas generaciones, que, en buena medida gracias a Uribe, conocerán el conflicto por los libros de historia, están asumiendo el control del Zeitgeist: del ‘espíritu de la era’. Sus preocupaciones son otras, y el partido del expresidente no ha sabido conectarse con ellas. El cambio climático es quizá la más mencionada, pero detrás de eso hay hondas inquietudes sobre la calidad de la educación y el empleo, sobre todo después de la pandemia. La cabeza de playa de ese cambio cultural fueron los millennials, pero los millennials pronto cumplirán 40 años. Detrás de ellos vienen varias cohortes de jóvenes aún más alejados de las preocupaciones de comienzos de siglo. El uribismo supo ganar las últimas elecciones, pero, a menos que encuentre la forma de atraer a ese electorado joven, no volverá a ganarlas en el futuro.
La salida de Mockus, por su parte, simboliza el agotamiento de otra manera de hacer política, muy distinta a la de Uribe, basada en la promoción de la convivencia pacífica y la cultura cívica, que alcanzó su mayor prestigio en nuestra época más violenta. Pero, a medida que los índices de violencia descendían, el país comenzó a reclamar cosas más allá de la (relativa) pacificación de los ánimos y el territorio: soluciones concretas a los problemas de la pobreza y el empleo, que no eran las banderas de Mockus (sin que él se opusiera a ellas, por supuesto).
Aunque ambos estilos estén en retirada, es necesario preservar las lecciones de los dos. Hoy, cuando las redes sociales exacerban la polarización y la pugnacidad, necesitamos más que nunca el civismo civilizatorio del alcalde Mockus. Pero el territorio también necesita ‘mano firme’: sin ella, los vacíos dejados por las desmovilizaciones de los últimos 20 años serán copados por nuevas violencias, como todo indica que ya está sucediendo.
Thierry Ways