Menos mal la pandemia nos agarró en 2020 y no, digamos, en 1990 o 2000. Hace 30 años, o incluso 20, las cosas habrían sido muy distintas. El golpe económico habría sido mayor, pues, con el internet y las primitivas o inexistentes cámaras digitales de la época, habría sido imposible el teletrabajo, que ha permitido que parte del mundo siga funcionando. No habría existido la posibilidad de paliar la soledad y la distancia por medio de videollamadas. Y ni hablar de las opciones de aprendizaje y entretenimiento, como YouTube, Netflix y los libros digitales, que están disponibles, muchas veces gratis, para cualquiera que tenga a la red.
La tecnología salvó hasta la democracia; más o menos. A través de una videoconferencia se pudo instalar el Congreso a pesar de la cuarentena, aunque con múltiples patinazos que le quitaron toda seriedad a la sesión inaugural.
Nada de eso habría sido posible en 1990 o 2000. El mundo de hoy es mucho más rico en tecnología y conocimiento que el de entonces. Una pandemia como esta, de haber ocurrido hace apenas 20 años, habría provocado una crisis global de proporciones incluso más graves que la actual, dejando detrás más penuria y sufrimiento.
¿Y de dónde vendrá la vacuna? Seguramente, de
un laboratorio de Estados Unidos, Alemania, Inglaterra o China: tres países ricos y uno que se ha enriquecido a galope tendido en los últimos 40 años.
Las comunicaciones también están revolucionando el trabajo de los doctores. Gracias a los smartphones, la telemedicina está al alcance de millones de pacientes que no pueden salir de sus casas, y los médicos de hoy tienen la posibilidad de difundir experiencias e ideas de tratamientos en cuestión de segundos.
Pero el ejemplo más extraordinario, y más crucial, de progreso tecnológico no tiene que ver con las comunicaciones, sino con la vacuna contra el virus. Las vacunas que más rápidamente se han desarrollado, la del ébola y la de las paperas, se han demorado alrededor de cinco años. Para el coronavirus, a menos de un año de que fuera detectado por primera vez, tenemos hallazgos preliminares que nos permiten soñar con una vacuna para el año entrante. Faltan todavía varios meses para revalidar esos resultados, y otros más para poner en marcha la inédita operación manufacturera y logística que se necesita para inmunizar en poco tiempo a buena parte de la humanidad. Pero, gracias a aportes como el de la Fundación Bill y Melinda Gates, ambos procesos se están adelantando en paralelo, lo que acorta mucho el tiempo. En cualquier caso, meses más, meses menos, será la vacuna más velozmente desarrollada y aplicada de la historia.
¿Y de dónde vendrá la vacuna? Seguramente, de un laboratorio de Estados Unidos, Alemania, Inglaterra o China: tres países ricos y uno que se ha enriquecido a galope tendido en los últimos 40 años. Lo que comprueba que los beneficios del crecimiento económico –de ese sistema capitalista que tanta antipatía les despierta a algunos–, incluso cuando están desigualmente repartidos, acaban favoreciendo a todo el mundo, a través del efecto ‘derrame’ de la innovación y el conocimiento. Si no fuera por la riqueza material y científica acumulada de esas naciones, no estaríamos ni cerca de poder superar la pandemia en el plazo esperado.
Esos beneficios, por cierto, cobijan incluso a los enemigos del sistema capitalista de producción. Dudo que los defensores del modelo cubano o venezolano rechacen la vacuna por haber salido de los laboratorios del Imperio.
Aun con los errores que han cometido hasta las naciones más avanzadas, el impacto de esta pandemia habría sido más catastrófico hace 20 o 30 años. Si hoy podemos enfrentarla mejor, es gracias al enriquecimiento material de la humanidad en las últimas décadas, enriquecimiento que, a su vez, fue producto del comercio, la globalización y la economía de mercado. Ojalá logremos derrotar pronto el virus, para poder dedicarnos a volver a crecer.
Thierry Ways