Hace unos días, mi familia sufrió una pérdida que jamás imaginé vivir. Mi nuera, una mujer llena de vida, sueños y amor por sus dos jóvenes hijos, falleció en un trágico accidente de bus. El motivo: exceso de velocidad. Un conductor que no asumió la enorme responsabilidad que tenía entre sus manos, que olvidó que transportaba vidas, no números.
En Colombia, tragedias como esta ocurren a diario, pero es en la época decembrina cuando el dolor de estas pérdidas se siente con mayor fuerza. Son días en los que todos anhelamos estar con nuestros seres queridos, compartir momentos de alegría y unión. Sin embargo, son también días en los que los accidentes de tránsito se disparan, apagando ilusiones y dejando familias incompletas justo cuando más esperaban abrazarse y celebrar juntos.
Según cifras oficiales, cada año miles de personas pierden la vida en nuestro país debido a los accidentes de tránsito, muchos de ellos evitables. Si sumáramos todas las muertes causadas por la imprudencia, la irresponsabilidad y la falta de controles, seguramente estaríamos entre los países con mayores tasas de fallecimientos por este tipo de causa.
Estas no son estadísticas, son historias, familias rotas y futuros truncados.
Mi nuera no es solo una cifra más. Ella era madre, hija, hermana, amiga. Una mujer que no merecía dejar este mundo de manera tan injusta, dejando atrás a dos pequeños que ahora enfrentarán la vida sin su guía, sin su amor incondicional. Este dolor que hoy llevamos en el corazón no es exclusivo de nuestra familia. Es un dolor compartido por cientos, miles de hogares colombianos que, como nosotros, han perdido a sus seres queridos por la negligencia de quienes deberían garantizar su seguridad, pero que todos los días siguen confiando sus vidas a las empresas de transporte.
Que su ausencia sea un recordatorio de que debemos hacer más, de que no podemos seguir permitiendo que vidas se apaguen por la imprudencia y la falta de responsabilidad.
El transporte público no es un lujo, es una necesidad para millones de colombianos. Subirse a un bus debería significar llegar al destino de manera segura, no enfrentar un riesgo constante. Sin embargo, la realidad nos muestra un panorama sombrío: algunos conductores manejan a altas velocidades, bajo la presión de cumplir horarios imposibles; vehículos en mal estado; y unas cuantas empresas que priorizan las ganancias sobre la vida de sus pasajeros.
Es urgente un cambio. Necesitamos que las empresas de transporte asuman su responsabilidad. Que no solo contraten a conductores capacitados, sino que también los eduquen sobre la importancia de la seguridad vial y establezcan controles efectivos para garantizar que respeten las normas. Necesitamos que las autoridades sean más estrictas en la vigilancia y regulación del transporte masivo. Y, sobre todo, necesitamos que como sociedad entendamos que cada vida cuenta, y que cada decisión imprudente puede tener consecuencias irreparables.
Este no es un llamado al castigo, sino a la conciencia. Los conductores de buses y otros vehículos públicos tienen en sus manos algo invaluable: la vida de sus pasajeros. Cada vez que pisan el acelerador o que toman un atajo para cumplir un horario, deberían recordar que transportan padres, madres, hijos, hermanos y amigos. Que detrás de cada pasajero hay una historia, una familia que los espera en casa.
A las empresas de transporte les digo: asuman su rol con seriedad. No basta con ofrecer un servicio, es necesario garantizar que este sea seguro. A los conductores les pido que entiendan el peso de su responsabilidad. Y a las autoridades les exijo que no permitan que este tipo de tragedias se sigan repitiendo.
Hoy escribo desde el dolor más profundo, desde una pérdida que nunca podremos superar, pero con la esperanza de que la historia de mi nuera no sea en vano. Que su ausencia sea un recordatorio de que debemos hacer más, de que no podemos seguir permitiendo que vidas se apaguen por la imprudencia y la falta de responsabilidad.
En las épocas y celebraciones especiales, cuando tantas familias colombianas anhelan reunirse y compartir, no podemos aceptar que esos abrazos se conviertan en despedidas. Hagamos de las carreteras un lugar seguro, donde el trayecto sea hacia la vida, no hacia la tragedia. Porque nadie debería enfrentar la muerte en un camino cuyo destino debe ser llevarlo a casa.
* Directora ejecutiva de Profamilia